RECOGIMIENTO: ALEGRIA - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

RECOGIMIENTO: ALEGRIA


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      Las satisfacciones humanas buenas con las que convivimos son providenciales. Dios cuenta con ellas cuando nos ve con mal humor, cansados o quizá cuan­do promueve en nosotros las acciones de gracias que le resultan tan agradables. En cambio, si cobran una en­tidad excesiva o se buscan en sí mismas, insensibilizan la capacidad del espíritu para distinguir lo sobrenatu­ral, principalmente, las mociones. Durante el reinado de Jeroboam en Israel, los judíos pretendían ansiosos los placeres propios de aquella época. Aunque el pueblo ya estaba organizado y no padecía una especial necesidad, se afanaban con demasiada solicitud por el pan, el vino o el agua, productos que tenían en abundancia. Entonces el Señor dirigió la palabra al profeta Oseas: "No conocía ella (Israel) que era Yo quien le daba el trigo, el mosto y el aceite, el que prodigaba la plata y el oro (...) Haré que cesen todos sus regocijos, sus fiestas, sus novilunios, sus sábados (.) Yo mismo la seduciré, la conduciré al desierto y le hablaré al corazón (.) Allí me responde­rá como en los días de su juventud" [1]. Este pasaje no es una llamada a habitar los despoblados. Recuerda la eficacia del silencio del alma para exponernos al fulgor ardiente del coloquio divino; y el efecto demoledor de la pasión de los goces a la hora de advertir lo que nos susurran en el intelecto.
      Quizá la alegría humana no afecte a la escucha aten­ta de la oración del mismo modo angustioso con que lo hace la tristeza; o con el efecto letal de los temores.
    Pero su ruido puede, en ocasiones, ser ensordecedor; y su atractivo, muy dominante. Todo esto la convierte en un enemigo notable de la certeza.
     Es importante precisar que también se incluyen en esta pasión sentimientos tan habituales y buenos como el gozo de las amistades humanas, el júbilo de los reen­cuentros o la delicia del placer, por espiritual que sea. Según vimos, en un esfuerzo por conseguir el recogi­miento de sus apóstoles, Jesús resucitado y aparecido en el cenáculo repetía con tenacidad: La paz sea con vo­sotros [2]. La visión de lo que consideraban un fantasma les causó pavor. Y, en esas condiciones, era muy difícil el diálogo sobrenatural. Al descubrir sus llagas, el páni­co se volvió alegría humana desbordante, un regocijo que obliga al Salvador a insistir: La paz sea con voso­tros. Una vez conseguido el recogimiento, comienza la enseñanza de la doctrina y el contacto con su vibración transformadora: Como el Padre me envió, así os envío yo (...) Recibid el Espíritu Santo [3].
      Como en las otras pasiones, no se pretende encum­brar la frialdad en el trato, sino reducir las complacen­cias en el momento de esclarecer lo que nos dice Dios. Es aquí cuando más interesa alejar esa especie de asidero en que se convierten las satisfacciones de la vida. Puede que sea éste uno de los motivos por los que el Cielo no permite que las alegrías humanas abunden demasiado. Parece como si la Providencia procurase evitar obstá­culos tan atrayentes y adictivos que separan, a modo de espejismos, de la unión divina y del recogimiento. Y, sin embargo, cuántas veces, son el objeto principal de nues­tros deseos. La fascinación incontrolada por el alimento llevó a Esaú a vender su primogenitura a su hermano
      Jacob. Un cúmulo enorme de gracias divinas perdidas por trepidar ante un plato de lentejas. Y no había me­nosprecio en lo que esa bendición reportaba: cuando Isaac quedó ciego en su vejez, Esaú se mostró dispuesto a recibirla, pero era demasiado tarde.
     —Que mi padre se incorpore y coma de la caza de su hijo, para que tu alma me bendiga.        —Le preguntó su padre Isaac:
      —Quién eres tú? —Él respondió: —Soy Esaú, tu hijo primogénito. —Entonces Isaac se llenó de gran espanto y preguntó:
      —¿Quién es, pues, el que trajo caza, me la presentó y comí de todo antes de que tú vinieras? Le he bendeci­do y por tanto quedará bendito.
      Cuando Esaú oyó las palabras de su padre, gritaba con amargura [4]. Pasó la hora de la ceguera y sus ojos interiores recobraron esa facultad de juzgar y entender, en su justa medida, lo acontecido.
      San Gregorio Magno advertía que "mientras nues­tra mente estuviere disipada en las imágenes carnales, jamás será capaz de contemplarse a sí o a la naturale­za del alma, porque la ciegan tantos obstáculos cuan­tos son los pensamientos que la traen y la llevan. Por consiguiente, para que el alma llegue a contemplar la naturaleza invisible de Dios, el primer escalón es reco­gerse en sí misma" [5]. Y, con la palabra "jamás", valora como imprescindible la vigilancia de lo que nos sedu­ce y fascina, de aquello que nos cautiva. Quizá sea éste el motivo por el que san Juan Bautista María Vianney aconsejaba someter a control las diversiones antes de obligar a Cristo a unirse físicamente a nosotros en la comunión eucarística que es, tal vez, el momento más apropiado para practicar la oración mental. Una maña­na de 1854, la señorita Estefanía Poignard, de Nancy, junto a Villefranche-Sur-Saône, viajaba con otras ale­gres compañeras en un coche que partía hacia Ars. Se bromeó durante todo el recorrido. Cuando llegó a su destino, Estefanía, que era piadosa, se fue directa a la iglesia, en donde el Cura de Ars celebraba. Al repartir la comunión a los presentes y acercarse la joven, el sacer­dote que sostenía la Sagrada Forma levantada en alto, comenzó a pronunciar la fórmula habitual en aquellos tiempos: "Corpus Domini nostri..." y, sin terminarla, se quedó inmóvil. La angustia de la pobre muchacha, a quien el Siervo de Dios quería dar una lección para toda la vida, fue enorme. Desconcertada, recitó interiormen­te actos de fe, esperanza y caridad. Cuando ella acabó, el Cura puso la Hostia sobre sus labios. "Hija mía —le dijo después al verla de nuevo—, si no se han rezado las oraciones de la mañana y se recorre un largo viaje en disipación, no se halla uno muy bien preparado para comulgar" [6]. Pretender que el Señor se ponga en con­tacto mental con nosotros y, al mismo tiempo, recibirle con pensamientos que divaguen alrededor de nuestras alegrías y consuelos humanos, presenta un gran pareci­do con estrechar la mano de una alta personalidad mien­tras conversamos entretenidos con los acompañantes. No solo supone una falta considerable de educación; también denota cierto desprecio que conviene corregir. Pero siempre envuelto en un clima afectuoso, pues es seguro que el Altísimo comprende nuestra tendencia al olvido de los afectos dominantes y al desconocimiento de las propias limitaciones.
      Sabe que nos cuesta mucho percatarnos del verda­dero estado interior, en particular si el deleite ha exten­dido sus redes en el alma. Puede que, tras unos cuantos ratos de oración mental en los que se cuidan esmera­damente los cuatro pasos que facilitan la seguridad de oír a Dios, nos sorprenda que funcione. Nos sentimos entonces tan queridos, tan halagados de que nos hable de veras, que quizá supongamos con ingenuidad ser re­ceptores de dones extraordinarios. Tal vez, comencemos a dar crédito a pensamientos que nos asaltan sin ha­ber considerado alguna de las condiciones de certeza: "Ahora no tengo tiempo para recogerme. Quiero que se haga su Voluntad y Él es tan bueno que impedirá que me equivoque", podemos deducir con imprudencia, a lo mejor olvidando que también desea siempre mante­ner la libertad del hombre cuando decide arriesgarse, como ahora, o que convenga corregir nuestro desatino evitable que da vía libre a otros espíritus. Recuerdo un ejemplo muy llamativo. El protagonista, ya entrados los cuarenta y con buena preparación cristiana, había consentido que arraigara en exceso la lógica impacien­cia por encontrar novia. En aquella época, se trataba más bien del asunto prioritario en su vida. Su trabajo de profesor de instituto le permitió conocer a una madre encantadora. Viuda joven y atractiva, de amable conver­sación, virtudes que competían con su franca sonrisa, luminosa en extremo. Quedó perdidamente enamorado en pocos minutos.
      Rogaba a Dios que fuera la mujer de su vida. Podría conseguir el teléfono o el domicilio de la base de da­tos que se conserva en la secretaría. También concertar una cita valiéndose del trato diario con su hijo; quizá aprovechar alguna reunión o evento del calendario, de­masiado esporádicos para su gusto. Se notaba confuso y recurrió a la oración mental. Quiso saber si convenía visitarla o iba a resultar un paso en exceso compromete­dor. Se recogió con el fin de cumplir la Voluntad de Dios, aunque supusiera renunciar a cualquier intento. Tras su pregunta, detectó la primera idea que acudía a su mente: "Visítala, que le agradará tu iniciativa". También percibió cómo encauzar la entrevista. Actuó sin dudar. Cuando llamó al timbre, la recepción fue calurosa y co­rrecta. Dijo que estaba allí porque no disponía de su nú­mero de teléfono. Entonces, la invitó a participar, como compañera de equipo, en una liga de pádel para padres y profesores. Accedió con gusto; era un deporte que ella solía practicar. La presencia de otra visita aconsejaba concluir el encuentro, con un resultado más que acepta­ble. De regreso a casa, sin apenas dominar su entusias­mo, una idea envenenada cruzó por su mente: "Ahora que ella estaba tan bien dispuesta, ¿por qué no aprove­charlo? ¿Por qué había dado él por terminada la con­versación tan pronto?" Comprobó que aún deseaba lo que Dios quisiera. Sin embargo, no reparó en la falta de recogimiento, manifestada en su satisfacción radiante y muy poco contenida. Reconocía que no era razonable lo que iba a hacer, pero "a veces el Señor pide cosas insen­satas para el hombre", replicaba interiormente. Llamó de nuevo al timbre y, como era de esperar, se malinter- pretaron sus propósitos e insistencia.
      Es cierto que Dios puede pedir servicios que juzgue­mos erróneos o "ilógicos", aunque no es lo habitual. Si alguna vez sucede, deberíamos aguardar a una consul­ta posterior y cerciorarnos. Según me dijo, le parecían inspiradas ambas iniciativas, en especial la primera; si bien, dudaba de la segunda, por su abrupto desenlace. Conviene repetir que el éxito humano no es el criterio definitivo para esclarecer si un pensamiento es divino, pero sí lo es el recogimiento, y en especial de las alegrías humanas, pues se camuflan muy bien. Es probable que el Señor le hablara en la tranquilidad del alma de la pre­gunta inicial. En la posterior, en cambio, no podemos aventurar lo mismo.
      Estas confusiones acerca de cuál de todas será la voz de Dios pueden darse por desconocimiento, pero qué a menudo es tal vez fruto también de una tentadora superficialidad: disfrutar de una presencia de Dios más o menos habitual, resulta del todo distinto de conseguir un recogimiento adecuado a todas horas, pues éste últi­mo precisa de una labor de limpieza más exigente.
      El Compendio del Catecismo profundiza en este problema y esboza un recurso para mitigar nuestros apegos: "La dificultad habitual para la oración es la dis­tracción que separa de la atención a Dios y puede, inclu­so, descubrir aquello a lo que en realidad estamos ape­gados. Nuestro corazón debe entonces volverse a Dios con humildad" [7]. Revela telegráficamente un verdadero secreto del autocontrol: buscar la ayuda del Señor, la ac­titud sumisa e implorante de quien no es capaz de casi nada sin el concurso divino, y menos, en el gobierno de todo lo invisible que afecta al recogimiento.
      Esta especie de remedio universal fue manifestado también a santa Faustina en su oración: "Escribe para las almas de los religiosos que es mi deleite venir a sus corazones en la santa Comunión, pero si en sus corazo­nes está alguien, Yo no puedo soportarlo y salgo de ellos cuanto antes llevándome todos los dones y las gracias que les he preparado, y tal alma ni siquiera se da cuenta de Mi salida. Después de algún tiempo, el vacío interior y el descontento le llamarán la atención. Oh, si enton­ces se dirigiera a Mí, la ayudaría a limpiar el corazón, realizaría todo en su alma, pero sin su conocimiento y consentimiento no puedo administrar en su corazón" [8]. La confianza en su auxilio inmediato será siempre algo eminentemente práctico. Un seguro de vida para el re­cogimiento y la correcta recepción de inspiraciones di­vinas. Por este camino, muchas veces nos sorprenderán unas asistencias tumbativas ante la disipación men­tal más impetuosa, porque un simple barrunto de su Bondad ha logrado lo que, probablemente, no hubieran obtenido intensas horas de relajación.

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1    Os 2, 10-27.
  Jn 20, 19. 
3    Jn 20, 22. 
4    Gn 25, 31-34. 
5    SAN GREGORIO MAGNO, In Ezechielem Homiliae II, homilía 5, nn. 8 y 9, BAC, Madrid 1958, pp. 447-448. 
6    Según relación oral de la señorita María Brizard de Ars, íntima amiga de Estefanía Poignard (FRANCIS TROCHU, El Cura de Ars, 16a ed. Palabra, Madrid 2009, p. 370). 
7    CIC, Compendio n. 574, A.E.C., Madrid 2005, p. 199. 
8    SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, n. 1683, Levántate, Granada 2003, p. 593.

2 comentarios:

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