DIOS RESPONDE TAMBIEN CON OBRAS - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

DIOS RESPONDE TAMBIEN CON OBRAS

Oracion mental Dios responde numerario Opus Dei Francisco Crespo
      Constituye un modo de dialogar encantador: expo­nemos interiormente nuestros deseos, cauterizados con las medidas previas aquí tratadas, y comprobamos que los eventos posteriores dan respuesta exacta a esas aspi­raciones. No podemos pretender que el futuro sea siem­pre agradable, pero es difícil que defraude al que habla con Él. Puede ayudar a entenderlo algo que oí contar con detalle a Luis María Escondrillas Damborenea, po­seedor de la Cruz del Mérito Naval, era capitán de un buque de la Marina Mercante del tipo bulkcarrier, de 53.000 T.P.M. Durante sus largos viajes, acostumbraba a mezclarse con la tripulación. Muchos le oyeron hablar en privado de la importancia de recurrir a la Virgen en caso de necesidad, en especial con el rezo del santo ro­sario.

       Encontrar fuerte marejada en las inmediaciones del Cabo de Buena Esperanza no tenía nada de particular. Todos asumían que el barco navegaba fuera de peligro, aunque la agitación del mar era terrible aquella noche. Provocaba repentinos vaivenes que convertían los tra­bajos habituales de cubierta en arriesgadas incursiones, por lo que se redujeron al mínimo.

       Sin embargo, el temido grito de "¡hombre al agua!" sobresaltó a la tripulación: un oficial experto en su tra­bajo, fue casi catapultado por encima de la amura de babor. El capitán le regaló un rosario días atrás, tratan­do de salvar su alma. Ahora se apresuraba a proteger también su vida; se pararon las máquinas e intentó que girase la nave lo más rápido posible.

       El tonelaje del buque obligaba a recorrer una dis­tancia enorme en círculo que les llevó unos veinte minu­tos. En vano enfocaron al mar y gritaron durante mucho tempo. Nadie respondía a las llamadas que, poco a poco, se fueron apagando. Telefonearon a Ciudad del Cabo para acelerar la organización de los equipos de búsque­da. Con un dolor inmenso, Luis dio la orden de partir rumbo al puerto de esa metrópoli, en donde atracaron.

      Una vez en el hotel, le transmitieron por el móvil una sorprendente noticia: Julián se recuperaba en el hospital de una fuerte hipotermia que no hacía temer por su vida. De camino a la clínica, hizo sus cálculos: no era posible llegar a nado y menos en dos horas y me­dia. Tampoco se sostenía un rápido y fortuito rescate: él mismo vio partir a las unidades de salvamento pocos minutos antes de la asombrosa llamada. Además, estaba el frío.

      Advirtiendo el entrecortado saludo de Luis y su sem­blante confuso, Julián guardó un interminable silencio. Su mirada, lúcida en extremo, parecía transparentar una firme decisión de mantener la más estricta reserva sobre lo ocurrido. Pero se trataba de Luis. Comenzó el relato en voz baja, sereno, rastreando el menor gesto de incredulidad. Contó que el mar le subía violentamente hasta lo más alto para, poco después, sepultarlo entre enormes laderas de agua. Cuando vio que el buque re­gresaba, no dejó de gritar. Fue inútil. Los focos, en nin­gún momento se aproximaban a su posición, bastante alejada.

       Al comprobar que se marchaban, procuró vencer el pánico. Todo quedó sumido en una profunda oscu­ridad. En ese instante, recordó —nunca antes se había percatado— que la Virgen es protectora de los afligidos, según las letanías que Luis rezaba. Así que recurrió a Ella una y otra vez, y de la única forma que improvi­saba su intuición: "ruega por nosotros pecadores." De repente, algo tocó su pie derecho; más tarde, una de sus manos. Después detectó en la penumbra el rápido movimiento de lo que parecía una aleta dorsal que le aterrorizó. Emergían cada vez con más frecuencia y le rodeaban nadando en círculos que se iban estrechando paulatinamente. Con alivio descubrió que no se trataba de tiburones, sino de ¡leones marinos! Buscaban el con­tacto con mucha insistencia. Demasiada para atribuirse a la curiosidad que despertamos en cualquier criatura. Le acariciaban y golpeaban levemente, incluso compri­mían su torso. Notó que le trasladaban sin dirección fija en lo que parecía fruto del más siniestro y desconcertan­te juego, dadas sus circunstancias.

       Por momentos, el rumbo se estabilizó pero el rit­mo de avance aumentaba de modo gradual. Era verti­ginoso. Por la ansiedad acumulada, no reparó en los efectos del frío hasta pasados muchos minutos. Al prin­cipio, los temblores le dificultaban la visión. Poco más tarde perdía la consciencia durante breves intervalos. Finalmente, divisó en el horizonte los puntos luminosos de alguna ciudad. Apenas tuvo que nadar unos metros para acercarse a la arena de la playa, en donde se vio de nuevo solo, pero a salvo.

       —Luis, ¿me crees? —preguntó Julián, tratando de descifrar la respuesta en los ojos de su capitán, que ca­llaba.
      —Sí te creo. De otro modo, no encontraría explica­ción. Me parece imposible que estés aquí; más aún en tan pocos minutos. Aparte de que una caída sin equili­brio desde tanta altura debería haberte dejado incons­ciente. Deberías dar gracias a Dios y a su Madre. Yo también lo haré.

      Seguramente, si el Señor, a través de la Virgen, le hubiera inspirado algunas ideas tranquilizadoras en esa delicada situación, habrían obtenido un efecto muy par­cial y momentáneo. Tocaba actuar, y así lo hizo.

      Por desgracia, no debo concluir que cualquier acontecimiento externo que se refiera a mi pregunta sea siempre una respuesta divina. Solo se puede deducir esto de los que suponen hechos consumados, soluciones contundentes del problema que planteamos. Durante la madrugada del jueves 20 de junio de 1957 falleció Carmen, la última hermana que san Josemaría aún con­servaba en la tierra. Enseguida que murió, se preparó para celebrar la primera misa en sufragio por su alma. "Encomendarla, ofreced oraciones por ella —repetía, horas más tarde, en una tertulia—, pero yo estoy seguro de que ya goza de Dios; completamente seguro".

      Entonces no dio más explicaciones. Poco después del 26 de junio de 1975 fecha de su tránsito al Cielo, don Álvaro del Portillo encontró un sobre escrito de su puño y letra con la indicación de que se abriera tras su muerte. Así se supo que, en aquella misa, el Señor había ofrecido a san Josemaría el consuelo, con una prueba clara, de que su hermana no precisaba ya de sufragios. De modo humanamente inexplicable, en el memento de difuntos se olvidó de rezar por ella. Cuando, poco des­pués, se dio cuenta, comprendió sin que fuese posible la duda, que Dios le había hecho entender, de esa manera, que "Carmen no necesitaba de oraciones, que gozaba de la felicidad sin fin" [1].

      Conviene insistir en que no toda incidencia de la vida es un hecho consumado, en especial si es generada por las palabras de personas que no son nuestro direc­tor espiritual, por inteligentes o cercanas que parezcan. Sería, por ejemplo, el caso de los que, sin filtrarla en el coloquio divino, acogen una recomendación de gran­des repercusiones procedente de alguien que les quiere o que consideran de vida recta. Les sorprende que sea tan oportuna, que responda tan apropiadamente a las inquietudes planteadas en la oración y la aceptan como válida. Pero algunas veces el tiempo demuestra que el efecto sobre la propia alma resultó análogo al de una pó­cima venenosa. La Providencia divina hará horas extra para contrarrestar nuestra ingenuidad, aunque el daño es a veces irreparable. Hace unos años conocí al her­mano de un sacerdote. Era estudiante de cuarto año de derecho y buen cristiano. Suspendió una asignatura en septiembre que le impidió matricularse en dos de quin­to. Ocultó este problema a todos, incluso a su novia, que también solía rezar con frecuencia. En junio, ella espe­raba que él terminara la carrera, pero le faltaban aún muchas por aprobar. "No nos podemos casar; me que­dan todavía cinco y he de repetir curso" reconoció arre­pentido ante su amiga. Ésta, indecisa y sin sacar nada en claro de la oración, decidió candorosamente poner el asunto en manos de su madre. "Cambia de chico. Si te ha mentido una vez, te engañará con alguna amante cuando tenga oportunidad", aconsejó con excitada im­prudencia. Poco después, la hija abandonaba a su novio. Tras una temporada de lógico abatimiento, el estudiante se sobrepuso. Acabó la carrera y se casó con otra joven que le ha convertido en una persona completamente fe­liz. Sabemos que el sufrimiento no se puede considerar en modo alguno una especie de castigo divino, ni esta­blecer una relación causa-efecto demasiado simplista, pero el hecho es que la primera novia fue abandonada por su esposo; enfermó de esquizofrenia y está interna­da en un hospital psiquiátrico.

      En absoluto se pretende poner en duda, por ejem­plo, la necesidad de los consejos maternos, algo evidente por otra parte, sino su validez como "hechos consuma­dos" de certeza en la oración. Sin precipitarnos frente a esos comentarios humanos, por supuesto bienintencio­nados, procuremos dar tiempo al Señor o insistámosle con amabilidad. Él nunca defrauda.

Página sugerida a continuación: Dios no habla sólo de religión


1    Tertulia del 19.III.76.

No hay comentarios:

Publicar un comentario