SI ESTOY RECOGIDO, CONFIAR EN QUE ESA IDEA ES DE DIOS - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

SI ESTOY RECOGIDO, CONFIAR EN QUE ESA IDEA ES DE DIOS


Oracion mental confio en ti numerario Opus Dei Crespo

      De las cuatro condiciones de certeza, ésta es la que más conviene retener, porque cualquiera que acepte, con inquebrantable seguridad, los pensamientos reci­bidos en su oración, se vuelve muy grato al Señor. El que confía en el origen divino de sus inspiraciones, es fácil que pronto disfrute, de algún modo, del resultado de su convicción: desarrollo asombroso de los aconteci­mientos exteriores, paz profunda, progreso en fortaleza interior, aumento gradual de ideas inconfundiblemen­te inspiradas, deseo imperioso de actuar, etc. Son fruto de la pedagogía perfecta de Dios, que contesta a nues­tras consultas y, más tarde, demuestra con nitidez en la práctica, que era Él quien hablaba. Nos ilustra y, poco después, robustece la seguridad y enciende la alegría al manifestarnos con hechos, tal vez insignificantes pero realmente admirables, que hicimos bien en confiar en ese modo de oración.

      Para los belenistas, la cercanía de la Navidad siem­pre supone un acontecimiento lleno de satisfacciones. Con frecuencia, también se entremezclan los apuros ló­gicos por concluir lo que ha supuesto meses de exigente trabajo. Uno de ellos me contó que estaba colaborando en un belén de grandes dimensiones para una institu­ción benéfica. No había terminado los escalones de la calle principal, que requerían de una plancha de corcho sintético de tres centímetros de grosor. Éstas se com­pran en comercios especializados o bien en almacenes de materiales de construcción, pero el tiempo se echaba encima. La debía conseguir antes de marchar al traba­jo, y tallarla al volver a casa en apenas una hora; darle un baño en escayola, que no es lo ideal pero fragua rá­pidamente, para concluir con la pintura en menos de cuarenta y cinco minutos, sin que venciera el plazo a media tarde.

      La alternativa era retrasarse en su ejercicio profe­sional o no servir a tiempo esa pieza clave. Se le ocurrió que lo mejor sería que lo decidiera el Señor. Así que, a pesar de las prisas, se relajó sobre el sillón como acos­tumbraba y puso en manos de Dios el desenlace de este problema. Y, cuando la calma le parecía más bien re­cogimiento, le preguntó qué hacer. De inmediato com­prendió que su obligación era llegar con puntualidad a su labor remunerada: "Ve al trabajo. No te inquietes; Yo me ocupo". Era un argumento que ya había percibido antes de la oración mental, pero ahora confiaba total­mente en él. Superó ese agobio característico de lo impredecible y salió de su casa dispuesto a obedecer.

      Casi en el portal de su vivienda, se topó con tres planchas de poliestireno expandido de alta densidad que estaban tiradas sobre la acera. Corcho sintético de la mejor clase, sin edificios cercanos en construcción ni gente que solucionara su apuro. Además, nunca antes había visto en la calle un material así, y menos, a pocos metros de la puerta de su domicilio. Las llevó al taller del sótano, entregó el belén dentro del plazo y llegó a tiempo a su oficina.

      Casualidad, se puede pensar; tal vez. Aunque es muy corriente que, los que confían sin fisuras en que Dios les habla en la oración mental, se alegren con mu­chos pequeños imposibles de este tipo que les permiten vivir en paz, con seguridad inamovible.

     Añadir esta cuarta condición de certeza a las otras tres parece engorroso e innecesario, pero no es así en realidad. Se trata de una actitud que nos predispone, y no de un proceso que requiera tiempo de ejecución. Además, el convencimiento que se genera, agiliza y llena de vitalidad las otras tres medidas de protección, más laboriosas.

       El pecado original dañó profundamente el alma humana, y una secuela es la debilidad para captar lo inmaterial. Por tanto, no debería asombrarnos nues­tra tendencia a la ligereza en la aplicación de cualquier cautela interior. Dios parece contrarrestarla con adies­tramientos sucesivos cada vez más difíciles que, en el fondo, son lecciones. Muestras palpables de que, una vez se hayan tomado las precauciones descritas, nece­sitamos afianzar aún más la confianza en lo que se nos insinúa. De ahí la conveniencia de crecer durante esos procesos de instrucción hasta que la certeza ante "la Voz" de Dios sea firme, incluso en las situaciones más comprometidas. Cuando san Pablo trata de eludir un tribunal formado por judíos, pide al gobernador Festo que le juzgue el César. Éste accede y se hacen a la mar en invierno, con alto riesgo de naufragio. El temporal los sacude con violencia. No aparece el sol, ni las es­trellas durante varios días. La tripulación, abandonada toda esperanza, lleva largo tiempo sin comer. Entonces Pablo se alza en medio de ellos y dice: "Mejor hubie­ra sido, amigos, escucharme y no haber embarcado en Creta, porque habríamos evitado estos peligros y estos daños. Pero ahora os invito a tener buen ánimo, porque ninguno de vosotros morirá; solo se perderá la nave. (...) Por lo tanto, amigos, tened ánimo. Confío en Dios que ocurrirá tal como se me ha dicho. Vamos a dar con al­guna isla" [1], algo que sucedió al pie de la letra. Es la táctica infalible de los grandes ascetas: ante las pruebas complicadas, cuando mayor es la presión a su alrededor, más esfuerzo ponen en huir de toda duda en las inspi­raciones recibidas. "Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor" [2], oyó la Virgen María de labios de su prima santa Isabel, como claro premio divino a su segu­ridad en la oración.

      Y es que la certeza de que Dios nos ha hablado, no es bueno reducirla a un mero sentimiento interior; con­viene que se manifieste en la práctica, si llega el caso. El Señor es comprensivo con las limitaciones del hombre, pero tarde o temprano se necesita hacer lo que Él dice para aumentar el nivel alcanzado de oración y, cuanto antes, mejor.

      Si, en los días posteriores, nuestra conducta pone de manifiesto un buen grado de certeza en los pensa­mientos de la oración, no cabe duda de que agradamos inmensamente a Dios, porque le permitimos aumentar su presencia en el alma, seguro de vida para los sucesi­vos crecimientos. Si por el contrario, rehuimos las mo­ciones concretas que conlleven esfuerzo, es fácil termi­nar adoptando como inspiradas solo las ideas descrip­tivas y difusas, o de cariz poético, que no siempre calan en el espíritu. Más adelante, puede que no se atine a dis­tinguir lo verdadero de lo falso y el intelecto lo rechace todo, incluso cultivando un sinfín de prácticas piadosas, educadamente. Hemos logrado adormecer la concien­cia, algo que nos reportará cierto sosiego por la senda, tan amplia y transitada, de los que piensan que Dios no les quiere hablar. Nos introducimos, tal vez impercep­tiblemente, en el concurrido cúmulo de cristianos que renuncian al diálogo de la oración.

     Los argumentos que entonces fustigan el intelecto se tornan muy persuasivos: "¿Por qué voy a tomar como divino lo que he percibido en mi mente, si puedo haber contestado yo mismo a esta cuestión?", podría admitir algo confuso por el miedo. "¿Qué méritos atesoro para que Dios se digne a contactar conmigo? La falsa humil­dad, siempre complacida en creer que los dones respon­den a las propias virtudes. "Esta idea recibida violenta el sentido común", como si la prudencia humana fuese de continuo un juez infalible. El antídoto contra una póci­ma tan dañina y enmascarada es ancestral: adormecer de nuevo las pasiones y eludir con presteza la tentación de que no me habla Dios o de que no sé distinguirle. De este modo, conseguiremos que el alma resplandezca para el Creador más que el sol cuando alegra la mañana.

      Conozco un policía que, debido al ajetreo físico de su trabajo, suele dormir con una paz envidiable. Aun así y sin que haya dado con una explicación concluyente, es rara la noche en que no se despierte entre las dos y las cuatro de la madrugada, por lo general una sola vez.
De ordinario, intenta conciliar el sueño de nuevo. Pero, si no lo consigue, sale del lecho, busca ropa de abrigo y, sentado frente a una mesa, es meticuloso al recoger su alma hasta ponerla junto a Dios. Acto seguido, redacta cuantos pensamientos le inspira en la paz de su oración. El tema preferido de esas charlas gira en torno a la gente tratada o a su modo de mejorar la propia vida interior, pero aquella vez no fue así.

     —Apóstol mío —anotó en su libreta—, quiero que pidas tres días de permiso en tu trabajo, viajes a Ávila y busques a la Superiora del Convento de las Carmelitas Descalzas. Ella te dirá lo que necesito que hagas. Es muy probable que si se está poco habituado a la oración mental segura, no se dé crédito a la autenticidad de un mensaje así y lo acuñemos como de elaboración propia, o quizá se cambie de tema para dar entrada a los asun­tos personales. Ambas decisiones brindarían una salida cómoda y airosa en apariencia. Pero en realidad equiva­len a lo que solemos definir con "taparse los oídos".

       El protagonista de esta historia no actuó así. Después de asegurarse en otro rato de oración, ofreció a su mujer la posibilidad de acompañarle a Ávila en un viaje "que debía hacer"; de ese modo, lo aprovecharían para descansar. Ella, además de excursionista consuma­da, siempre se mostraba respetuosa con las obligaciones laborales de su marido y no puso reparos.


      Era previsible que la visita de un desconocido con ganas de hablar, fuera argumento insuficiente para que la Madre Superiora rompiese la clausura, pero debía in­tentarlo. Todo en vano: la monja encargada de las visitas comunicó que no podría ser recibido en aquel momen­to. Probó de nuevo, por la tarde, sin éxito. Por la ma­ñana, se presentó ataviado con su uniforme de trabajo. La Priora, con cierto sobresalto, acudió apresurada a recepción.


      —Ave María Purísima. Usted dirá. ¿Hay algún pro­blema?
      —Sin pecado concebida. En absoluto; no se preocu­pe. Soy "X" y he venido para que me diga qué es lo que quiere de mí.
      —Perdón, ¿cómo dice?
      —Verá: vivo en Valencia, y acostumbro a practicar la oración mental por las mañanas en mi casa. Hace días, noté que el Señor me pedía que viniera a Ávila a preguntarle a usted qué necesita de mí. —El asombro que la palabra "Valencia" había provocado en aquella religiosa, le impidió reaccionar durante varios segun­dos.
       —Perdone mi desconcierto. Tiene usted razón. La semana pasada nos regalaron una figura de porcelana de gran valor y el donante puso dos condiciones para desprenderse de ella: que se destinase al convento que tenemos en Valencia y que no utilizáramos empresas de transporte. Durante todos estos días, hemos estado buscando a alguien de confianza que pudiera llevarla, y parece que mis oraciones han sido escuchadas. Usted, por su profesión, y por el modo de conocer nuestra ne­cesidad es la persona idónea.
Al desembalarla en Valencia, el policía exclamó ad­mirado ante una imagen tan conseguida de la Sagrada Familia. Y como Dios no se deja ganar en generosidad, después de pocos días, se alegró mucho de recibir una copia más pequeña del mismo artista. Éste, informado por las monjas, decidió regalársela.

      Tal vez nos parezca difícil obedecer así a Dios con­tra los dictámenes del sentido común, confiar de ese modo en los pensamientos recibidos en la oración sin someterla quizá a un proceso frecuente de prueba y error. Pero no es así. Superemos con rotundidad la ten­tación de la desconfianza en las inspiraciones, ponien­do todo el interés en lo que comunica el Espíritu Santo para diferenciarlo del resto. Así actuaremos como el jo­yero cuando recupera, pinza en mano, un zafiro de gran valor de entre un montón de fragmentos de cuarzo y polvo que ensucian el suelo de su taller.

      El protagonista de la historia narrada compagina su exigente jornada laboral con un generoso plan diario de oración mental, de lectura del Evangelio y de otras prác­ticas religiosas. Pero, por suerte, para lograr certeza en el diálogo divino, no son imprescindibles unos hábitos como los del caso anterior. Es cierto que, si la seguridad absoluta en las mociones se une a una vida de piedad intensa, las consecuencias suelen resultar admirables. Sin embargo, realmente, basta con ser cuidadosos en las medidas de prudencia descritas hasta ahora. Recuerdo a uno de los chicos de catorce años, que asistía a la ca- tequesis. Al concluir mi charla sobre oración, decidió "llevarse prestado" con mucho sigilo el librito con el que yo recitaba unas invocaciones introductorias. Quería oír a Dios haciendo lo que fuera necesario. Se lo aprendió de memoria. Su deseo y seguridad de percibir mocio­nes eran tan vehementes que, cuando terminó de leer, la primera línea del texto: "Ven, oh Santo Espíritu, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor (...)", recibió, como un zarpazo, la siguiente idea, de cuyo origen sobrenatural nunca dudó: "No soy una máquina de coca-colas que necesite monedas para echar una lata. Lo que te pido es que me quieras", en clara referencia a lo prescindible que resultaba aquella plantilla. Produce esperanza comprobar que Dios tam­bién infunde certeza en "su voz" a alguien cuya vida de piedad se reduce a tres avemarías antes de acostarse, si es que se acuerda. Más aún, ansía entenderse con los que no tienen fe, encuentran placer haciendo el mal o le consideran un enemigo.


      La predilección de Jesús por los niños y su insis­tencia en imitarles resulta, a menudo, mal interpretada. Nicodemo, aquel judío influyente que visita a Jesús de noche, pregunta contrariado: "¿Cómo puede un hom­bre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?" [3]. La confusión habitual estriba en querer asumir los modales infantiles, o dar cabida a una nostalgia vana por su género de vida. Nada de eso nos encamina a la niñez espiritual. Basta con aplicarse algo mucho más profundo: con Dios de por medio, todo es posible. Si es su designio, incluso lo des­cabellado se torna razonable. Y esta actitud puede ser cultivada por los adultos maravillosamente, hasta lograr una seguridad tanto o más elevada que la que demues­tran los niños de modo natural.


      Conviene reparar en una difícil prueba en la que, a menudo, se ven inmersos los que rezan mentalmente. Se podría resumir así: la desconfianza tiende a crecer en la medida en que aumenta el tiempo de espera. Pasan las horas, y la inspiración a la que dimos crédito con el más enconado esfuerzo, se desvanece poco a poco en el inte­rior. O, tal vez, retenemos con mayor solicitud los men­sajes posteriores, con frecuencia inseguros y contrarios al inicial. No deberíamos permitirlo. Salvo raras excep­ciones [4], el Verbo Eterno no cambia de opinión una vez que nos ha hablado. Aparte de que su Inteligencia es inmutable, conoce nuestra dificultad para admitir como divinas esas comunicaciones. Ante el desasosiego de la demora, convendría recordar que el Señor regala el don de la confianza en sus palabras y, después, contempla expectante si la mantenemos con el transcurrir de los minutos o de los días.


      Tal vez el Padre, en los comienzos de la oración, no conceda la firmeza clara, inequívoca y constante en el tiempo, que otorga a sus íntimos. Pero sus enormes recursos suelen paliar ese déficit con ingenio, hasta que los principiantes se pongan a la altura necesaria para re­cibir ese don. Durante las vacaciones de agosto de 2010, conocí a Jorge Rodríguez R., un economista que trabaja en una empresa de instalaciones. Ese verano, le oí re­latar una sencilla historia que me impactó. Años atrás, peregrina a Torreciudad (Huesca) con el fin asistir a la Jornada Mariana de la Familia que se celebra cada mes de septiembre en ese santuario de la Virgen. Aprovecha la invitación a viajar en el coche de un matrimonio ami­go, que había decidido acudir a ese mismo encuentro. Han previsto llevar con ellos a su hijo Pablo, de ocho años. Al decaer la tertulia, el padre dice a los pasajeros:

      —¿Hacemos la oración de la tarde? —En especial se dirige al pequeño. Intenta formarlo cristianamente sin imposiciones, pero evitando, a toda costa, abando­nos irresponsables.
      —¿Qué es la "oración de la tarde"? —pregunta el niño con sencillez.
      —No es ninguna plegaria de las que has aprendi­do. Solo guardaremos silencio durante media hora, para que cada uno converse con Dios por su cuenta —explica el padre, mientras mira al crío de reojo, con serias du­das de que soporte la espera. Ante su buena acogida, se dispone a comenzar.
      —Por la señal de la santa Cruz,…
      Termina el tiempo establecido de oración justo cuando, entre Burgos y León, el coche abandona la au­tovía 231 en busca de un sitio tranquilo en donde me­rendar lo que traían de casa. El trayecto por el bosque de árboles centenarios les parece relajante. Entonces el padre observa de nuevo a su hijo por el retrovisor:
      —¿Puedo preguntarte algo? ¿Sobre qué le has ha­blado en tu oración?
      —Le he dicho que me gustaría mucho ver un dino­saurio y un zorro.
      Consternación general. Los cónyuges cruzan mi­radas de impotencia. No saben qué decir. Entonces, la madre trata de preparar el terreno:
      —Pablo, sé comprensivo con Dios si no te lo conce­de; tu ruego ha sido muy exigente.
      —¡Pero si ya lo he conseguido! Hace un rato hemos pasado junto a un cartel con un dinosaurio gigante.

      Mientras los adultos, conmovidos, asimilan en si­lencio el ejemplo de confianza infantil en la propia ora­ción, el conductor frena levemente para no embestir a ¡un zorro! que cruza con tranquilidad la carretera na­cional.

      Si nos viéramos superados y claudicáramos ante las voces agoreras que animan a desconfiar señalando el avance del minutero o del calendario, qué hermoso sería evitar al menos la derrota definitiva con el arrepen­timiento verdadero por esos titubeos, de modo parecido a como actuaríamos al rectificar una duda de fe en ma­teria leve. Obtendremos de Dios el perdón inmediato.

       No conviene perder de vista la dificultad humana para interpretar la vida. Es probable que descubramos acontecimientos exteriores que parecen pruebas decep­cionantes de que el Señor no nos habla, o de que no le hemos distinguido bien. En esos casos, lo más sensato será mantener la calma. Solo son curvas en el camino, cambios superficiales que apenas afectarán a las direc­trices recibidas. En 1482, tras un ataque de apoplejía, el rey Luis XI de Francia iba de mal en peor. El papa Sixto IV, preocupado por el cariz que tomaban los aconteci­mientos, sugirió a san Francisco de Paula que abando­nara temporalmente su vida eremítica en Italia y viajase a Tours para curar, si así lo quería Dios, a ese impredecible monarca. El santo lo consultó en su oración y deci­dió acudir, aun a sabiendas de que Luis XI no lograría la salud física. Pues bien, siendo esa la Voluntad de Cielo, tuvo que sufrir que su barco embarrancara al tocar fon­do mucho antes de aproximarse a Ostia. Además, en escalas posteriores, sufrió el ataque de un bajel pirata. Dificultades que sorteó con su característica seguridad en los encargos divinos recibidos en su oración mental; en este caso, el de predicar al rey. Bastó una ardiente plegaria frente a la tripulación. La fuerza intensa y cre­ciente del viento contrario alejó el peligro de abordaje. El nivel del agua del Tirreno ascendió hasta desencallar el casco y los piratas nunca alcanzaron a nuestros pro­tagonistas que, sin más, echaron ancla. Una vez cono­cido el deseo de Dios en la intimidad de la oración, la actitud más lógica será siempre confiar en ese mensaje, aunque los acontecimientos parezcan torcerse. Si es ne­cesario, basta con recurrir al Inquilino del alma para pedirle ayuda, tantas veces cuantas se quiera. Bien de­bieron aprender la lección los marineros que regresaban a Italia ya cumplida su tarea. El temporal amenazaba con hundir el barco irremisiblemente hasta que encon­traron un par de sandalias de san Francisco. Las echa­ron al agua, y el viento amainó de tal modo —cuenta su biógrafo— que hubo que aplicarse con los remos para
avistar tierra firme [5].

      También conviene examinar con cierto recelo los anuncios de acontecimientos futuros. De ordinario, la Providencia prefiere evitarnos la congoja de conocer el porvenir, porque no es nuestro hábitat natural. Muchas veces se trata de tentaciones destinadas a que perdamos la confianza en ese modo de oír a Dios. Son estratage­mas que exprimen los momentos de distracción, o los de poco esmero al valernos de las condiciones de certe­za, para transmitir mensajes venideros que, luego, no se cumplen. Algo que se evitaría con la prudencia de volver a consultar en la oración mental lo que despierte sospe­chas.


      La sensatez de interrogar al Señor sobre las cuestio­nes comprometidas debería ser táctica habitual en nues­tro proceso de aprendizaje; si nos planteáramos la peti­ción de algún favor de dudosa conveniencia, con mayor motivo. Cuando al atardecer, el apóstol Pedro señaló ha­cia la higuera seca maldita horas antes por Jesús, Éste le contestó: Tened fe en Dios. En verdad os digo que cual­quiera que diga a este monte: Arráncate y échate al mar, sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido
[6]. Qué palabras más importantes: "sin dudar en su corazón". Nuestro Señor no trataba de constituir un ejército de magos caprichosos. Su deseo era que, antes de que le pidieran algo, le preguntasen internamente si convenía solicitarlo y que esperasen sus rápidas respuestas.

      Dicho de otro modo, solo caerán en el mar lo montes que Dios haya confirmado, tras la correspondiente con­sulta, que lo harán. Y si dice que se requiere "ausencia de duda" en el conjunto del milagro, está diciendo tam­bién que se necesita "ausencia de duda" para distinguir su permiso explícito. Así pues, las palabras "sin dudar en su corazón' son, igualmente, una consigna impuesta a nuestro discernimiento de su Voluntad antes de pedirle favores. Luis, un amigo de la infancia con el que solía veranear, es hijo único. Ingresó joven en uno de los par­tidos políticos mayoritarios y, desde entonces, no dejó de ascender. En 1993 fue nombrado director financiero de una importante emisora de TV. Cuando era niño, se distinguía por su capacidad de enterarse de todo, y por una indiferencia, a menudo irónica, hacia la religión. Anita, su madre, nunca ha sido lo que la gente entiende por cristiana piadosa. Tenía el apodo de "la Pasionaria", y trataba de mantener una actitud beligerante contra lo que oliera a "incienso y velas", como solía decir.


      Solo recuerdo un atisbo de incoherencia en sus principios. Preocupada por el rumbo académico y hu­mano del hijo, atornilló en la pared una imagen de la Virgen encima del cabezal de su cama. A medianoche, se desplomó sobre la frente de Luis, que no encajó el percance con demasiado fervor religioso.


      A Anita le detectaron un cáncer de útero en enero de 2008, durante una revisión en un prestigioso hospital de su ciudad. El TAC confirmó el diagnóstico y delimitó el alcance de la metástasis: la mayor parte del intestino. El cirujano dijo a Luis que su madre se moría, y apremia­ba a intervenir para extirparlo. La operación duró poco tiempo; con una sola abertura del bisturí consideraron que era inútil, por su extensión en el abdomen, y que no tenía cura. Tras coser el corte sin manipulación interior alguna, la desahuciaron. Los médicos dijeron al hijo que le iban a dar el alta en cuanto pasara el efecto de la anes­tesia y que, en aquel hospital, no podían solucionarlo.


      Tras el conato de operación, empeoró llamativamente: durante semanas perdió el apetito, la fluidez intestinal y las fuerzas para levantarse. Ante la insistencia de Luis en que eliminaran la metástasis, propusieron ingresarla en el hospital especializado de la ciudad vecina, en don­de vivo. Después de someterla a otro TAC, se confirmó el dictamen del centro de origen y decidieron operarla sin dilación, dada su gravedad.

 
      La muerte de una persona querida, aunque resulte traumática, no siempre se debe considerar una desgra­cia porque, más bien, es el comienzo de la verdadera Vida. De ahí que, pedir al Cielo la curación de un enfer­mo terminal pueda no ser acorde con la Voluntad del Señor y su plan sapientísimo; por eso, es muy aconse­jable consultar por la conveniencia. Así que, para saber qué decir a Anita, traté de recoger mis pasiones y su­mergirme en Dios. Para prevenir que no me contestase yo a mí mismo, me predispuse a obedecerle e intenté conocer mis disposiciones en las distintas posibilidades que se me ocurrían:


      - Desistir de rezar por su recuperación y aportarles solo calor humano. Esta alternativa apenas me ocasio­naba problemas; unas horas de mi tiempo libre, un pe­queño obsequio, alguna conversación más comprometi­da de lo normal,. Superable.
      - Pedir a Dios que se curase, pero sin decirles que yo fuera a rezar. Esto es, sin implicación en el resulta­do. Me pareció una buena medida, porque evitaría el desconcierto en la familia si finalmente no recobraba la salud. Si el desenlace fuera favorable, siempre podría explicarles después el recurso que utilicé. La predisposi­ción también era buena para este camino.
      - Rogar por su mejoría comunicándoles que todo iba a salir bien, que tuvieran confianza, que rezaran también ellos. Debo reconocer que me costó aceptar esta opción por sus riesgos evidentes, pero decidí asu­mirla, si quería Dios.

      Pregunté en mi interior y de inmediato pensé: "hay suficientes médicos en su ciudad de origen; han venido a que les ayudes". Al mismo tiempo, noté en mi volun­tad como cierta tendencia hacia esta tercera alternativa. Estaba claro lo planeado en el Cielo. Así que, creí con seguridad que sanaría y la visité dos días antes de la ope­ración dispuesto a todo. "¿Cómo estás, Paquito?" decía, con un hilo de voz que me incitaba a desistir del plan. Rechacé cambios de última hora y, en presencia de Luis, dije a la enferma: "Dios te curará si rezamos por esa in­tención". Le sugerí que recurriéramos a san Josemaría. Aceptó y coloqué una estampa de este santo debajo de la almohada. Le animé a que confiara y me marché.


      Cuando la operaron, el cirujano se asombró de que el cáncer hubiera desparecido por completo. Solo extir­paron la matriz por prevención, pero tampoco estaba invadida. "Paco, tengo la piel de gallina —me decía Luis por teléfono—. Mi madre se ha curado en un día. Ven enseguida. Ha sido el santo". Aseguró que los médicos no encontraban explicación, a pesar de que los análisis de ambos hospitales eran concluyentes.


      Me senté con Anita en un sillón del vestíbulo. Su actitud era la que siempre había conocido: curiosa, re­bosante de cariño y animada, muy animada. Me crucé con Luis a la salida. No cesaba de preguntar sobre mi vida, y por el modo de acercarse a Dios.

 
     Todo parecía concluido hasta que, pasados unos treinta días, me telefoneó Luis de nuevo.
       —¿Cómo está Anita?
       —Continúa muy bien. Gracias por tu interés. Verás, te llamaba porque tengo un problema y. como tú con­sigues cosas. ¿Puedes ayudarme a que admitan a mis dos hijos en el Colegio? Es el mejor de la ciudad y me han dicho que ya no quedan plazas libres. —Por el fon­do, se oían los comentarios de su mujer que seguía aten­tamente la charla. Mi trato con el director de ese Centro se limitaba a un cruce de saludos y a una gestión similar para otro amigo, que no dio resultado. Pobres antece­dentes.
       —Luis, ya lo intenté hace meses y no fue posible. Tienen lista de espera.

       La repetición de mi negativa, la hubiera entendido como un gesto de indiferencia: era indudable que este favor parecía más sencillo. Por otro lado, un fallo ahora hubiera supuesto perder gran parte de lo conseguido en esas almas con la salud de Anita. De todas formas, no estaba dispuesto a invertir tiempo en el Colegio sin el beneplácito de Dios. Al notar la zozobra característica que me causaban estos rápidos pensamientos, abando­né todo en sus manos y me puse en su presencia, decidi­do a cuanto hiciera falta. La primera idea fue inmediata: "quieren formar cristianamente a sus hijos y ¿se lo vas a negar?"
      —Pero tengo la sensación de que lo podemos conseguir. Reza como te expliqué y confía.
      —Se lo hemos pedido también a "X". —personaje muy influyente—, que es amigo suyo. A ver si, entre los dos, sale bien. Espero que no te importe.

      Expuse la situación al director de ese centro de en­señanza. Me pidió las edades de los chicos y que sus padres le telefonearan. La llamada de Luis a mi casa no tardó demasiado: "Quedamos para cenar con nuestras esposas y aseguró que mis hijos tendrían plaza. Muchas gracias por tu apoyo y oraciones; he sabido que "X" re­currió al subdirector de primaria, pero no logró nada.

      Conversamos durante tres horas y me parece que ha surgido una relación muy buena. Lástima que se mar­che del Colegio, ahora que nos conocemos. Nos ha ade­lantado que le sustituye como director uno que viene de Galicia".

      Me telefoneó de nuevo dos semanas después para pedirme que le ayudase a alquilar su chalet. Habían pasado cuatro años sin que encontrara gente interesa­da y la hipoteca de esa vivienda acaparaba gran parte de su sueldo. Le dije que no sabía de nadie que busca­ra casa en su ciudad. Una rápida consulta interior me llevó a decirle que rezara a Dios y esperara unos días. Transcurridos solo dos, me llamó:

      —No lo estás viendo, pero tengo de nuevo los "pelos de punta". Acabo de hablar por teléfono con uno que necesitaba detalles sobre mi anuncio, que lleva ¡cuatro años en Internet! Le he preguntado si vive en la ciudad y en qué colegio pensaba matricular a sus hijos porque, esta elección afecta de lleno a la zona que deberían es­coger. Me dijo:
     —Vivo en Galicia y quiero que mis niños se matri­culen en el mejor colegio —el mencionado antes—. Al oír la procedencia y el nombre del centro escolar, Luis recordó sus oraciones. Entonces, afirmó satisfecho: —Usted es el nuevo director de ese colegio. —¿Cómo lo ha sabido? ¿Con quién estoy hablando? Concertaron una cita. El nuevo director tenía otras dos ofertas de viviendas más cercanas a su reciente des­tino laboral, una de ellas junto a la playa, que era la de­bilidad de su mujer. Las visitarían a continuación. Pero ambos sabíamos de antemano cuál sería la triunfadora, como así fue. Tanto la consulta previa a Dios al pedirle un favor como el rechazo de cualquier duda acerca de lo que Él ha inspirado, transmiten energía a nuestra ora­ción. Es algo parecido a un premio en forma de coope­ración, otorgada tal vez por el gozo que le ocasionamos. Quizá sea ese el motivo por el que, su excepcional peda­gogía, suela promover también la cadencia necesaria de esas ayudas para que su beneplácito no pase inadvertido en el tiempo.

      Podríamos resumir diciendo que algunos poderes se reservan a los que, además de creer con firmeza en su omnipotencia, le interrogan antes en la oración, son capaces de distinguir su voz sin titubear y están total­mente seguros de que esos pensamientos proceden de Dios, según dijo Jesús a sus discípulos: "Si permanecéis en mí y mis Palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá" [7].

      Cuando la Virgen entra en casa de su prima santa Isabel, oye una clara alabanza del Señor por haber con­fiado en las mociones de su oración: "Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor" [8]. Salvando la distan­cia inmensa que nos separa de la fe de Santa María, nos podrían dirigir un cumplido similar al creer de modo inconmovible en nuestra oración mental, por compro­metida o peregrina que nos parezca la idea recibida, siempre que el deseo de obedecer a Dios sea sincero y esté protegido por un recogimiento suficiente.

Página sugerida a continuación: Recogimiento
 

1    Hch 27, 21-26.
2    Lc 1, 45. 

3    Jn 3, 4.
4    Como cuando el que tiene potestad sobre nosotros, o el director espi­ritual, nos diga algo diferente a las directrices recibidas en la oración. En este caso, el Omnipotente adaptará los acontecimientos para que este nuevo consejo sea el acertado.
5    PIETRO ADDANTE, San Francisco de Paula, Palabra, Madrid 1995, p. 163.
6    Mc 11, 22.
7    Jn 15, 8.
8    Lc 1, 45.

2 comentarios:

  1. Dios es misericordia infinita y prometió atender nuestras oraciones(Pedir y se os dará). Y saber su voluntad para dejarnos guiar por él es lo más conveniente para nuestra salvación. Por tanto no puede fallarnos, cuando queremos escuchar su voz para obedecer..

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    1. Me alegra mucho tu aportación tan atinada y sensata. Se nota que lo has comprobado. Como bien dices, cuando interiormente deseamos obedecer a lo que Dios nos vaya a decir en el alma, nunca deja de hablarnos e impide que nos hablemos a nosotros mismos. La explicación es sencilla: dijo Jesús en el evangelio "sin mí no podéis hacer nada" (Mt 15,5). Que no podemos hacer nada sin Dios, significa que no podemos hacer nada bueno. Tampoco desear interiormente obedecerle. Por tanto, ese deseo de obedecerle que tenemos lo ha provocado Él. Esto es muy importante, porque si lo ha provocado Dios en nuestro interior, ¿cómo va a permitir que nos hable otro ser en su lugar? No sería un Dios todopoderoso o no sería coherente. Así que has hablado correctamente.

      El problema viene por la intervención del diablo. A pesar de que deseemos obedecer a Dios, si nuestras pasiones nos perturban, el diablo también habla simultáneamente con Dios (Sto. Tomás de Aquino, Suma Teoloica, I, q. 111). Esto se debe a nuestro pecado original, con el que nacemos. Por eso conviene hacer también el recogimiento del intelecto que explico en este otro capítulo:

      https://franciscojosecrespo.blogspot.com/2020/05/como-aprender-hablar-con-dios-en-5_24.html?m=1

      No es un método de oración lo que leerás, sino lo que debería incluir y practicar cualquier método. Como los detalles importan, pregúntame por favor cuanto necesites.
      Un cordial saludo.

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