SI NO DESEO OBEDECER A DIOS, LOS MENSAJES PUEDEN SER MÍOS - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

SI NO DESEO OBEDECER A DIOS, LOS MENSAJES PUEDEN SER MÍOS


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      Obedecer a Dios: si justo antes de preguntarle algo, nos predisponemos para obedecerle en lo que nos vaya a decir, aseguramos que Dios no guarde silencio. También lograremos evitar el monólogo. Por eso, conviene desear obedecer a Dios comprobando nuestra sinceridad ante las distintas respuestas que nos pueda dar.

      1. Desear obedecer a Dios     

      A quien está familiarizado con la doctrina católica no le resulta extraño oír que, sin el trabajo continuo del Creador, el mundo se paralizaría como si desconectára­mos un aparato eléctrico.

      Lo que quizá no se tenga tan claro es que la in­fluencia divina es mayor, más cercana y penetrante en unas situaciones que en otras [1]. En ocasiones, sin vul­nerar nuestra libertad, obra encargándose directamente del asunto: el deseo de cumplir su Voluntad es una de ellas. Ese acto interior tiene la capacidad de introducir al alma en una especie de cámara acorazada en la que se impide el acceso a cualquier otra criatura, pensamiento o deseo —incluidos los propios— que interfiera en su conversación. Cuando el que quiere oír a Dios busca no­blemente realizar lo que Él le vaya a pedir, y ha alcanza­do suficiente recogimiento [2], recibe inspiraciones en las que puede confiar con certeza. Esta regla tan práctica tiene su apoyo teológico. Comencemos por leer la ense­ñanza de nuestro Señor.
 
     Cuando Jesús dijo sin Mí no podéis hacer nada [3], sus oyentes debieron pensar que exageraba. Sin embargo, se trataba de una de las pocas afirmaciones drásticas del Mesías en las que no cabía interpretación ni matices edulcorantes. Estamos totalmente incapacitados sin la asistencia divina. Así lo entendió san Pablo cuando ex­plicaba a los Corintios que "nadie puede decir: «¡Señor Jesús!», sino por el Espíritu Santo" [4].

      Es evidente que las obras malas de los hombres se realizan sin el respaldo del Cielo [5]. Al pronunciar Jesús esa frase tan categórica, a modo de baliza publicitaria con fines didácticos, se refería, como es lógico, a que "no podéis hacer nada bueno".
 
     En cambio, los actos meritorios, en especial los de la voluntad, como el deseo de obedecer en lo que Dios quiera, u otros, por pequeños que sean, siempre nece­sitan de intervención divina [6]. Santo Tomás de Aquino demostró esta verdad de distintas formas. En una de ellas, afirmaba que la voluntad del hombre puede ser movida hacia lo bueno de dos modos: 1°. Por aquel que le ha dado la virtud de querer, y 2°, por su objeto, que es el bien [7]. En nuestro caso, tanto uno como otro coinciden en Dios. Veamos por qué.

      1°. De la primera manera, cuando santo Tomás ha­bla de aquél que le ha dado la virtud de querer, se refie­re al Creador. Y este modo divino de actuar se ejecuta desde dentro de la voluntad humana, donde ni siquiera los ángeles pueden llegar [8]. El interior de la voluntad re­sulta completamente inaccesible para los seres exterio­res, salvo Dios, autor de su "código fuente" y, por tan­to, capaz de "leerla", inclinarla y manejarla sin forzar nuestra libertad. En otras palabras, cuando suscitamos en la propia alma un deseo bueno como el de hacer la Voluntad divina, esa iniciativa proviene de Él mismo, no solo desempeñando el papel de causa primera y lejana en el tiempo, sino actual y eficaz. Porque, según santo Tomás, Dios no limita su acción a conferir a las cosas de capacidad operativa, sino que también las mueve a obrar [9].

      Esto no es obstáculo para que, además, nuestro es­píritu pueda pretender algo por sí mismo. Dios suscita en el interior del hombre los deseos buenos sin que, por ello, nosotros dejemos de quererlos voluntariamente. Pero Él es el promotor principal porque, sin su actua­ción, no existiría ese deseo concreto y libre en mi alma. Se trata de un misterio inabordable por el intelecto hu­mano, aunque algo se puede entrever [10].

      Se podría deducir con acierto que si todo acto bueno procede, en su origen y con preeminencia, de Dios, ¿por qué centrarnos en el de buscar su Voluntad? Verdaderamente cualquier otra acción espiritual pareci­da requiere también del influjo relevante del Señor. Aun así, es recomendable utilizar este deseo con primacía sobre el resto, por las siguientes razones, ordenadas de menor a mayor importancia: 1) Su autenticidad resul­ta más sencilla de comprobar en nuestra alma, que la franqueza, por ejemplo, de los actos interiores de amor. Estos últimos cabría que se redujesen imperceptible­mente a hermosas palabras, o a meros formalismos que apenas permitirían una confirmación práctica de que se han hecho con sinceridad. Es un peligro que, sin duda, podría también afectar a nuestro deseo de obedecer al Señor pero, a diferencia, se soluciona de modo cla­ro previendo, como ya se verá, en qué consistiría cada posible elección divina. 2) Se trata de una actitud, por muchos motivos, altamente aconsejada en la Sagrada Escritura; uno de ellos, favorecer el diálogo sobrenatu­ral. Cuando practicamos por ejemplo las acciones de gracias, si son sinceras, cabe aventurar que Dios haya participado promoviéndolas; pero no se concluye con evidencia que vaya a responder a nuestras preguntas: su Voluntad podría contrariar nuestra libertad hasta el punto de desobedecerle. En cambio, si buscamos con­sultarle algo y, en seguida, asumimos el deseo que Él imprime en el alma de hacer su Voluntad sobre esa cues­tión, le abrimos el campo a cuanto quiera decirnos, y es muy probable que nos lo comunique de inmediato, o es­pere el momento o la forma provechosa de transmitirlo. 3) Sin el propósito de obedecerle, no se puede dilucidar con tanta sencillez la autoría divina en el otro modo de atraer la libertad del hombre hacia lo bueno, tratado en el siguiente párrafo.

       2°. De la segunda manera, cuando la voluntad es movida por su objeto, es de nuevo el Señor quien princi­palmente actúa, porque objeto es, por definición, aque­llo que mueve la voluntad desde fuera de ella. En esas ocasiones en que buscamos lo que Él quiera -o sea, a Dios mismo- le ponemos premeditadamente como úni­co motor externo de nuestro deseo y del futuro proceder que se nos transmita de lo Alto. No valdría este razona­miento si se hubiera elegido por objeto algo bueno que no fuera Dios mismo, por ejemplo asistir a un funeral o sintetizar una vacuna. En estos dos casos, el Creador seguiría influyendo por dentro en la voluntad según lo descrito en la primera manera, sin embargo la interven­ción externa tal vez no fuera individual y exclusiva como al desear solo hacer lo que el Señor quiera. Coexistiría, quizá, con la de otros objetos también buenos, pero que no son Dios y únicamente Él.

      Para aclarar esto, fijémonos en un detalle. Cuando queremos algo, se debe a que nos sentimos atraídos por el bien, por la parte agradable que contiene lo que de­seamos, mayor o menor según el acierto de nuestra elec­ción. Incluso cuando se pretende frontalmente lo malo, como robar, es el bien -en este caso aparente, en forma de holgura económica, placer por el riesgo, etc.- el que nos mueve. En la medida en que aumenta la pureza del bien buscado, se hace más patente el influjo siempre ac­tivo de la Bondad de Dios en su papel de motor eficaz de la voluntad. Es la causa, muy probable, de que con tanta frecuencia elevemos el corazón al Cielo tras dar una li­mosna, o de que acuda una especie de recuerdo divino a la memoria del que no tiene fe pero ayuda, en su profe­sión, a un aprendiz. Si el motor de nuestra voluntad es sumamente Bueno, como en el caso que tratamos, por la calidad del deseo escogido se asegura en extremo su autoría sobrenatural.

      Dicho de otro modo, cuando aspiramos a lo que Dios quiera, por ambos y únicos caminos concluimos que es Él mismo quien nos ayuda a anhelar eso tan bue­no. El hallazgo de esta verdad no es reciente. El profeta Isaías exclamaba: "Señor, todas nuestras obras las haces Tú por nosotros" [11]. Además, el Nuevo Testamento nos recuerda que, en tiempos apostólicos, se volvió a plan­tear este postulado para resolver satisfactoriamente su sentido enigmático y matizarlo; y se hizo hasta el punto de perpetuarse como verdad de fe revelada: "Dios es el que obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" [12].

      Pero continuemos con las conclusiones. Una vez ad­mitido que es el Todopoderoso quien suscita y opera en mí el deseo de agradarle y hacer su Voluntad, porque es una aspiración muy atinada y conveniente, deberé acep­tar también que Él mismo es quien me impulsa a poner por obra otro afán de bondad extraordinaria como el de orar mentalmente. Es decir, a consultarle distinguiendo lo que me dice para llevarlo a la práctica. Si es verdad que ambas mociones provienen de Dios, ¿en qué mente cabe que el Todopoderoso permita que le suplanten, o que deje hablar simultáneamente a intrusos, incluidas mis propias ideas?

      Cuando un padre sensato entra en el dormitorio de su hijo ciego con el fin de entablar una conversación muy personal con él, no consiente que nadie más acceda a la estancia. Cierra la puerta e impide que otro pue­da entorpecer la intimidad, siempre difícil de alcanzar. Tanto si se tratara de algún miembro parlanchín de la familia —los propios pensamientos—, como de un peli­groso enemigo —los ángeles caídos—, el padre acallaría sus ingerencias. Impediría que oyesen lo que ha de co­municar a su querido hijo. Porque ambos fisgones, con afanes diferentes, lograrían un efecto análogo: confun­dir, distraer, tal vez intrigar.
 
     Pues bien: ni siquiera Dios puede actuar y, al mis­mo tiempo, no hacerlo [13].Tampoco sería propio de su Omnisciencia infinita iniciar una actividad y, de inme­diato, abandonarla arrepentido; engañarse o engañar­nos. Dios "no se muda" [14], decía santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia. Si comenzó por dirigir nuestro deseo para buscar su beneplácito, continuará ayudán­donos, sin cansancios pueriles o vaivenes atolondra­dos, defectos propios de los hombres, no del Creador. Podríamos, pues, formular una importante conclusión: lo que se nos comunique después mentalmente en esas condiciones interiores, procede solo y en exclusiva de Dios, sin posibilidad de error.

      Es decir, si logro el recogimiento suficiente que des­cribiremos y deseo con franqueza hacer la Voluntad del Señor, recibiré inspiraciones de origen seguro y de las que me podré fiar, aunque sea pecador, inconstante u olvidadizo.

      En el Templo de Jerusalén durante la Fiesta de los Tabernáculos, Jesús se topó con varios judíos que po­nían en duda la divinidad de sus mensajes. Para ayudar­les, definió el criterio claro y certero para discernir es­píritus: Si alguno quiere hacer su Voluntad -la del Cielo- conocerá si mi doctrina es de Dios, o si yo hablo por mí mismo -como un hombre cualquiera, alguien distinto del Creador- [15]. Y ese medio para distinguir su Voz sigue vigente.

      Inspira mucha seguridad la enseñanza del papa Juan Pablo II cuando afirmaba que "para orar hay que promover en nosotros un profundo silencio interior. La oración es verdadera si en ella no nos buscamos a no­sotros mismos, sino solo al Señor. Hay que identificarse con la Voluntad de Dios, teniendo el espíritu despojado, dispuesto a una total entrega a Él" [16]. Silencio interior y obediencia, recogimiento y Voluntad divina; a todas lu­ces, un claro testimonio del propio modo de conducirse en la oración mental.


     2. Comprobando mi sinceridad ante las distintas respuestas que nos pueda dar

      No basta un deseo genérico, o poco consciente, o que no esté dispuesto a emprender las obras necesarias. En resumen, solo se requiere honestidad auténtica, pero esto que parece a primera vista sencillo, en la práctica es difícil incluso para los que deciden comportarse así. Tal vez porque la franqueza en nuestra decisión de obedecer al Señor depende enormemente del conocimiento de lo que voy a ganar o perder, y de mi habilidad a la hora de prescindir de obsesiones.

      Este es el motivo por el que resulta muy útil que me considere frente a la hipotética posibilidad más desfavo­rable en mi opinión y compruebe si, aun así, cumpliría lo que Dios desea transmitirme. Por ejemplo, si quisiera preguntarle acerca de si debo organizar un bonito viaje de placer que me atrae, o bien elegir unas vacaciones en mi casa, debería situarme internamente frente al su­puesto de que Dios prefiriera que permaneciese en mi hogar, y asegurarle que lo voy a hacer.
 
     Además, si mis pasiones están excitadas, si noto una tendencia fuerte a oponerme a la solución que me parece más desagradable, puede resultar hasta preciso definir los pormenores de lo que supondría la renuncia a mi prioridad y cerciorarme de que, aún así, obedece­ría a Dios. En nuestro ejemplo, convendrá recordar los cuarenta grados de temperatura media en mi ciudad, la ausencia de aire acondicionado y la costumbre de mis suegros mandones de alegrarnos con su visita durante esos meses. En caso de que hubiera advertido todo esto y, a pesar de las molestias, permaneciera resuelto a ad­mitir esta ingrata opción si Dios la eligiera, habría sella­do, de modo seguro, el sobre en el que se me transmitirá la preferencia divina.

      Un becario de universidad me expuso su inquietud. Debía presentar la tesina de un Master recién concluido. Era un paso imprescindible en el acceso al doctorado. Por más tiempo de que dispusiera, siempre le parecía poco para obtener y elaborar información. El plazo de entrega expiraba en breve. Además, su novia le pedía con frecuencia que se casaran. El obstáculo era eviden­te: sin recursos económicos, es difícil mantener una fa­milia. Aceptar las pretensiones de su prometida, impli­caba el intercambio de sus estudios por la búsqueda de un empleo y la probable renuncia a impartir clases en la universidad. Acostumbrado, como estaba, a dedicar tiempo a Dios, le sugerí que le consultara por lo más conveniente. Le pareció buena idea y unos días después se presentó muy satisfecho
      —El Señor espera que siga como ahora hasta sacar el título de doctor. Es lo que vino a mi mente cuando le pregunté.
      —Enhorabuena pero, ¿has cuidado la preparación?
      —¿Qué quieres decir?
      —Me refiero a que, sin las disposiciones adecuadas, lo que aparezca en tu intelecto no es fiable. ¿Te has pre­dispuesto a cumplir la Voluntad de Dios, por molesto que sea lo que te diga?
      —Pues claro que sí. Lo hago de modo habitual.
      —Perdona si insisto. Antes de consultarle: ¿Le has asegurado, con las siguientes palabras o similares, que estarías dispuesto a dejar los estudios si Él te lo pidiera? —Unos segundos de titubeo presagiaban su respuesta.
      —Es que yo no pienso abandonar mi tesina. Creo que se puede hacer todo.
      —No lo dudo. Tal vez la medida adecuada sea que continúes como hasta ahora, pero no has preparado bien tu oración. Yo, en tu lugar, dudaría de la idea en la que pareces confiar.

      No quiso repetir la consulta a Dios. Presentó a tiem­po su elaborada tesina; le faltaba muy poco para aca­barla. Terminar ese trabajo era algo que tal vez com­pensaba, con independencia de lo que decidiera hacer en adelante. No me atrevo a aventurar un motivo, pero la verdad es que suspendió, lo que implicaba perder un año. Estuvo convaleciente por una prolongada crisis que superó, en gran medida, gracias a su vida espiritual. A día de hoy, sigue debatiéndose en aquella duda.

      La oración mental no representa la clave que ase­gura el éxito profesional, aunque si se trata de agradar al Señor, es difícil conseguir un recurso más eficaz. Con todo, se requiere coherencia y sinceridad. Someter, una a una, las propias prioridades y, así, impedir que piso­teen a las de Dios.

      Sorprende que los movimientos de nuestro libre al- bedrío sean tan valorados e influyan de este modo en el desenlace de los coloquios sobrenaturales. Pero con­viene recordar que el alma humana es un templo que ansía el Espíritu Santo. Incluso si nuestros deseos fue­ran contrarios a los intereses de Dios o pretendiéramos descubrir su Voluntad solo en parte, no nos rechazará, pero puede que guarde silencio, o quizá nos diga única­mente lo que deseemos saber y omita cuanto queramos ignorar.

      Roy Schoeman, recibió una educación judía esme­rada. Acudía a la ceremonia del Shabbat, a las fiestas judías y, dos veces por semana, a clases doctrinales des­pués del colegio. Al terminar el instituto, se planteó la posibilidad de permanecer en Israel para educarse en una yeshiva ultraortodoxa, algo relativamente parecido a la vida monacal cristiana. Sin embargo, acabó viajando a Estados Unidos con el fin de matricularse en Ciencias Exactas e Informática en el Instituto Tecnológico de Massachussets. Allí abandonó todo contacto con Dios.

      Una mañana de junio, antes de que el mundo se levantara, caminaba sobre las dunas que hay entre Provincetown y Truro, con la única compañía del canto de los pájaros. De repente, advirtió la presencia divina. Así lo ha descrito en primera persona:

      "Pude ver cómo mis días pasaron frente a mis ojos. Los observaba como si estuviera revisándolos con Dios después de morir. Todo aquello de lo que me enorgulle­cía y también de cuanto me avergonzaba. En un instan­te entendí que el significado y la finalidad de mi vida era amar y servir a mi Señor. Vi cómo su amor me rodeaba y sostenía de continuo en mi existencia; cómo mis actos tenían un sentido ético, para bien o para mal, y que éste era mucho más importante de lo que yo pensaba. Vi que los acontecimientos de mi vida habían sido planificados de modo perfecto en mi propio beneficio, y que todos provienen de un Dios eternamente bueno y caritativo, en especial los sucesos dolorosos.

      Vi que la primera de las dos cosas que más iba a lamentar cuando muriera serían las muchas fuerzas que malgasté preocupándome de no ser querido, mientras que, en realidad, el increíble amor divino había impreg­nado mi vida entera. La segunda, cada una de las horas perdidas sin hacer nada de valor a los ojos de Dios.

      Enseguida se me presentó la respuesta a todas esas preguntas que formulaba en mi interior. Más bien, se contestaban en el mismo momento en que aparecían en mi mente, con una única e importantísima excepción: el nombre de este Ser Supremo que se me estaba revelan­do como el sentido y propósito de mi vida.

      No lo identifiqué con el Dios de los judíos del que habla el Antiguo Testamento, a quien había llevado en mi alma desde que era niño. No logré saber qué culto seguir para servirle y adorarle con fidelidad. Recuerdo haberme dirigido a Él así: «Déjame averiguar tu nom­bre. No me importa que seas Buda y que haya de creer en la reencarnación. No me preocupa que te llames Apolo y que tenga que convertirme en idólatra romano. Me es indiferente descubrir que eres Krisna y que deba hacerme hindú; ¡siempre y cuando no seas Jesús y me obligues a abrazar el cristianismo!».

      Esta afianzada resistencia a la fe católica se basaba en mi certidumbre de que ella era el enemigo: la perver­sión del judaísmo que atrajo dos milenios de sufrimien­to a los de mi raza. El resultado fue que este Dios, que se me reveló en la playa y que me había escuchado rezar para saber su nombre, también respetó que en realidad no quisiera saberlo. Así que, por el momento, no contes­tó a mi pregunta" [17].

      Si no pretendiéramos conocer toda la verdad, como en el caso que acabamos de leer, Él lo detectaría. Tanto es así que, con mucha frecuencia, Dios solo nos comu­nicará lo que abarque el ámbito de nuestro deseo. Es decir, percibe los límites de lo que estamos dispuestos a sobrellevar y, como buen pedagogo, acopla la contes­tación a la capacidad del hombre: así sortea una sobre­carga evitable, o demora sus palabras a la espera de que mejoren las disposiciones. Quizá nos llegue una idea útil pero excesivamente suavizada, tal vez incompleta. Todas esas limitaciones se eluden concentrando nues­tras fuerzas en el deseo de obedecerle.

      Roy Schoeman abrazó la fe en Jesús justo un año después, gracias a la ayuda directa de la Virgen y, una vez más, fruto de una oración nocturna de preguntas y respuestas. Actualmente, lleva a cabo estudios de teo­logía, aparece en el canal de televisión Eternal World (EWTN), y escribe y habla mucho sobre el catolicismo como el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los judíos sobre la llegada del Mesías.

      No hay pruebas definitivas de que Santa María, en su oración mental, se condujera según el modo explicado, pero resulta sugerente que, entre sus portentosas virtu­des, sea la docilidad a las inspiraciones la única que los Evangelios hayan puesto dos veces en boca de su Hijo: "Sucedió que mientras él estaba diciendo todo esto, una mujer de en medio de la multitud, alzando la voz, le dijo:

      Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Pero él replicó: "Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan" [18]. Y tres capítulos antes, se lee: "Vinieron a verle su madre y sus hermanos, y no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre. Y le avisaron: Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte. El, en respuesta, les dijo: "Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen" [19].

      Los grandes y experimentados adoradores, los que dominaban el arte de distinguir la voz de Dios, se predis­ponían a obedecerle como premisa crucial de su colo­quio con Él. Francisca Javiera del Valle decía que "cuan­do el alma está habitualmente en este reposo y quietud, y sin otro deseo de saber, si no es cuál sea la Voluntad de Dios para cumplirla enseguida, entonces el hombre goza de una paz inalterable, y cuando esta paz tiene el alma, viene a ella el Espíritu Santo y hace allí su morada, y dispone y gobierna y manda como aquel que está en su propia casa" [20]. Y san Josemaría Escrivá alertaba con­tra el peligro de olvidar esta docilidad y reducirla a un parloteo que tranquilice la conciencia: "Yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que dice: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos [21]. «Los que se mueven por la hipo­cresía, pueden quizá lograr el ruido de la oración —es­cribía san Agustín—, pero no su voz, porque allí falta la vida» [22], y está ausente el afán de cumplir la Voluntad del Padre. Que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma" [23].

      Por desgracia, este primer requisito, proponerse realizar lo que vaya a pedir Dios, sea lo que sea, retrae a gran parte de los cristianos, hasta el extremo de abando­nar la oración mental. "Sea lo que sea": hace falta mucha valentía y un espíritu firme para asumir esas palabras con sinceridad. Sin embargo, pocos tienen en cuenta la Inteligencia de nuestro Señor, que nunca pide más de lo que podemos dar; y que siempre regala el ánimo y las energías necesarias. Deberíamos confiar por entero en estas características divinas.

Aun así, cumplir lo que quiere Dios es importan­te, pero no imprescindible para seguir recibiendo sus inspiraciones. Si no fuera así, muy pocos perseverarían en este camino una vez comenzado. Él suple nuestras limitaciones, perdona, insiste y toma la iniciativa con ingenio, a fin de que sigamos intentándolo.

      Alguien dijo una vez al rey Filipo, el padre de Alejandro Magno, que un capitán fraguaba una cons­piración contra él, por lo cual solicitó del soberano que hiciera prender al traidor. Pero Filipo, a pesar de los rei­terados avisos de amigos y cortesanos, se negó.

      —¿Amputaré yo un miembro de mi cuerpo por te­nerlo enfermo? —preguntó. —Antes, haría lo posible por curarlo.

      Entonces, invitó al capitán conspirador a que se presentase en palacio, lo colmó de dones y honores y de este modo consiguió que aquél se avergonzase de la conjura. En adelante, aquel capitán fue uno de sus más fieles oficiales. Ese comportamiento magnánimo, re­cuerda al de las tácticas divinas; la habilidad bondadosa de Dios suple, una y otra vez, nuestra indiferencia a sus objetivos, que quedan incumplidos.

      Aun así, el rechazo insistente a esos compromisos que adquirimos en este nivel de la oración, nos expone a algunas crisis anímicas sencillas de evitar, y a tristes retrocesos en la intimidad lograda. El Señor dijo a santa Faustina: "Ve a la Superiora y dile que deseo que todas las hermanas y alumnas recen la coronilla que te he en­señado. La deben rezar durante nueve días y en la capilla, con el fin de propiciar a mi Padre e implorar la Divina Misericordia para Polonia. Contesté al Señor que se lo diría a la Superiora, pero antes era conveniente pregun­tar al Padre Andrasz y decidí que, en el momento en que viniera, en seguida le consultaría. Al venir el Padre, las circunstancias fueron tales que no pude verle. No debí entretenerme, sino arreglar el asunto sin dilación, pero pensé que no habría inconveniente en preguntarle cuan­do volviera de nuevo.

      ¡Oh, cuánto desagradó mi dilación a Dios! En un instante, su cercanía se terminó, esta gran presencia suya que está en mí incesantemente, incluso sensible­mente. Unas tinieblas dominaron mi alma hasta tal punto que no sabía si estaba en gracia o no. Fue la causa de que no me acercara a comulgar durante cuatro días. Después vi al Padre Andrasz y le conté lo ocurrido. Me consoló diciendo: No está en pecado mortal; no obstan­te, séale fiel. Al alejarme del confesionario, la presencia divina me envolvió nuevamente. Comprendí que la gra­cia hay que aceptarla tal y como Dios la envía, del modo que Él quiere, y se debe admitir bajo la forma en que la comunica" [24]. La desobediencia generará pérdida de niti­dez en el mensaje, o frenará la claridad creciente que el Espíritu Santo regala a los que perseveran en este cami­no: "¡Oh poder de la obediencia! —El lago de Genesaret negaba sus peces a las redes de Pedro. Toda una noche en vano. —Ahora, obediente, volvió la red al agua y pes­caron piscium multitudinem copiosam —una gran canti­dad de peces. —Créeme: el milagro se repite cada día" [25]. Un simple acto espiritual de dolor puede devolvernos con rapidez al estado previo e incluso superarlo, en es­pecial, si culmina con una confesión bien hecha.


1 Entre el nivel de presencia divina que se da cuando sostiene en el ser, por ejemplo, a una estrella y la que se alcanza al permanecer de modo real en una Sagrada Hostia, existen multitud de escalones: "Se dice que las cosas están distantes de Dios por la desemejanza entre naturaleza y gracia" (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 8, a. 1, r. 3).
2 Cfr. cap. "Recoger confiadamente las pasiones, principalmente cuatro".
3 Jn 15, 5.
4 1 Co 12, 3.
5 No se trata ahora de la actuación continua que sostiene al hombre en el ser, sin la cual desaparecería inmediatamente.
6 Ya se describió la importancia de los deseos en la oración. En ellos tam­bién se dan grados de presencia de Dios, o más bien de autoría. Por la doc­trina mencionada en la S. Th., I, q. 105, a. 4, sabemos que, respetando nues­tra libertad, participa en la elaboración de todos ellos. En algunos, de modo remoto, mientras mantiene el ser del agente, como en el caso de los que nos llevan a pecar; vivifica la existencia del que le ofende, pero en absoluto aprue­ba su propósito, ni mucho menos se puede suponer que lo ejecute. En otros deseos, en cambio, tanto por el tipo de objeto buscado por nuestra voluntad, como por la implicación divina en la potencia humana de querer, la actividad de Dios es tan alta, que se le puede considerar autor principal. Uno de ellos es el deseo de cumplir su Voluntad. La consecuencia inmediata se manifiesta en el aumento imponente de la intensidad de su presencia, porque "Dios está allí donde actúa" (s. TOMÁS DE A., S. Th, I, q. 8, a. 1). Nos arrastra hacia Él, ya que es quien lo provoca y sostiene, en mayor o menor medida según sea la rectitud o veracidad de ese deseo bueno.
7 S. TOMÁS DE A., S. Th. I, q. 105, a. 4.
8 "El pensamiento del corazón puede ser conocido de dos maneras. 1) La primera, en su efecto; y de este modo puede ser conocido no solamente por el ángel, sino también por el hombre (...). 2) La segunda manera es conocer los pensamientos conforme están en el entendimiento, y los afectos como están en la voluntad. De este modo solo Dios puede conocer los pensamientos de los corazones y la tendencia de la voluntad. El porqué de esto radica en que la voluntad de la criatura racional no está sujeta más que a Dios, y en ella (...) solo puede obrar el que es su objeto principal y su último fin. Por eso, lo que está en la voluntad o lo que depende de la voluntad, solamente es conocido por Dios" (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 57, a. 4, r).
9 "Se dice en Isaías 26, 12: «¡Señor! Cuanto hacemos, eres Tú quien lo hace en nosotros». Dios no solo da las formas a las cosas, sino que también las conserva en el ser, y las aplica a obrar..." (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 105, a. 5, o. 3).
10 S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 105, a. 5, r.
11 Is 26, 12.
12 Flp 2, 13.
13 "La Voluntad de Dios es completamente inmutable (...) Ya quedó demos­trado anteriormente (q. 9, a. 1; q. 14, a. 15) que tanto la sustancia de Dios como su ciencia son completamente inmutables. Por lo tanto, también lo es su Voluntad" (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 19, a. 7, r).
14 "Nada te turbe; nada te espante; todo se pasa; Dios no se muda, la pa­ciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta" (Letrilla que llevaba por registro en su breviario).
15 Jn 7, 17.
16 Á. ROSAL-L. GONZÁLEZ, Juan Pablo II. Orar. Su pensamiento espiritual, Planeta+Testimonio, Barcelona 2005, p. 34.
17 DONNA STEICHEN, Conversos, Rialp, Madrid 2011, p. 124.
18 Lc 11, 21-28.
19 Lc 8, 19-21.
20 FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, Rialp, Madrid 1954, p. 52.
21 Mt 7, 21.
22 Obras completas, XIX, Comentario al salmo 139, BAC, Madrid 1981, p. 809.
23 Amigos de Dios, n. 243, 29a ed. Rialp, Madrid 2002, p. 350.
24 Diario 114-115, Levántate, Granada 2003, p. 298.
25 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 629, 78" ed. Rialp, Madrid 2004, p. 184.

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