Hay quien asegura identificar los mensajes divinos mediante una regla general: si se oponen a mis gustos o contradicen mis tendencias. Es una conjetura frecuente en personas perfeccionistas y voluntariosas. Quizá dudan del valor práctico del abandono confiado ante la falta de fuerzas y, sin reconocerlo con claridad, lo consideran poesía espiritual o, incluso, un ingenioso consuelo frente a la pereza. Es fácil entender lo despectivo que puede resultar este planteamiento para nuestro Señor, el más benévolo y habilidoso de los organizadores.
Jacques Philippe aclara brillantemente este error con un ejemplo personal: "Como a todos, de vez en cuando me sucede esto: Me voy a dormir después de un día bastante agotador. Entonces, encantado de meterme en la cama que me espera, percibo una ligera sensación interior que me dice: «¿No entrarías un rato en la capilla para acompañarme?» Tras algunos instantes de desconcierto y resistencia, del tipo: «Jesús, ¡exageras, me noto agotado, y si no cuento con mi dosis de sueño, mañana estaré de malhumor!», termino por consentir y por pasar unos momentos con Jesús. Al final, me voy a dormir en paz y tan contento, y al día siguiente no me despierto más fatigado que de costumbre. Gracias Señor, era tu Voluntad, ahí están los frutos.
No obstante, a veces me sucede al revés. Ante una dificultad grave que me preocupa, me digo: esta noche rezaré durante una hora en la capilla para que se resuelva. Y al dirigirme hacia allí, una voz me dice en el fondo de mi corazón: «¿Sabes?, me complacería más que te fueras a acostar de inmediato y te fiaras de mí; yo me ocupo de tu problema». Y recordándome mi feliz condición de «servidor inútil», me voy a dormir en paz, abandonando todo en las manos del Señor... Lo anterior significa que la Voluntad de Dios desea del hombre el máximo amor, pero no forzosamente el mayor sufrimiento... ¡Hay más amor en descansar gracias a la confianza que en angustiarse por la inquietud!" [1].
El motivo de fondo está en que el Señor no quiere que impidamos todo el mal que se puede evitar. Basta leer la desolación que demuestran los siervos de la parábola al contemplar los campos de trigo llenos de cizaña: "¿Quieres que vayamos a arrancarla?" Y la respuesta del amo que corregía el celo de sus empleados: "No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo" [2]. De modo semejante, tampoco exige que realicemos todo el bien que sea posible hacer porque, según el doctor angélico, el hombre "no está obligado a observar cuanto se deriva de la perfección de la caridad" [3], sino que es suficiente con que aspire a ese fin.
El Señor no busca la ruina terrena de las vidas, ni desea nuestro pesar. Si alguna vez pide algo, le gusta exponer por qué y matizar los detalles que convierten el encargo en asequible y llevadero. De ahí que, planteamientos del tipo: "¿Me mortifica? Entonces lo quiere Dios", supongan una ofensa no pequeña a su Bondad, comprensiva y esmerada hasta el extremo. Es lógico que a los que se rigen por este principio, les horrorice la oración mental. Y puede que improvisen mil argumentos interiores contra la escucha silenciosa quizá porque, en el fondo, prefieran no oírle.
1 En la Escuela del Espíritu Santo, Rialp Patmos, Madrid 2005, p. 58.
2 Mt 13, 28-29.
3 S. TOMÁS DE A., S. Th., II-II, q. 186, a. 2, r.
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