—Pensaba que había aprendido a oír a Dios, pero ahora mismo estoy seguro de que es todo una farsa. Acabo de preguntarle si quiere que ayude a algún amigo o familiar que esté necesitado. Y la primera idea recibida en mi cabeza ha sido la de enviar unas letras a Jaime, alguien de otro país a quien no veo desde hace más de diez años, y del que no conozco ni su correo. Esto es absurdo.
—Si ése ha sido el primer pensamiento y has cuidado los pasos previos, deberías escribir a Jaime lo antes posible —contesté.
—¡Pero si no sé su dirección ni su e-mail, como te he dicho! Además, con tanto tiempo sin vernos, se ha enfriado mucho la amistad. El Señor no me puede pedir algo así; está claro que son ocurrencias.
Apenas pude exponer algún argumento que le hiciera confiar e ilusionarse con algún tipo de iniciativa. Minutos más tarde, se marchó. Sin embargo, un día después, lo vi exultante:
—Estaba distraído y he abierto la ventana del chat de mi ordenador ¡Yo nunca antes lo había utilizado! Y he descubierto asombradísimo que Jaime aparecía en la casilla de los que trataban de conversar en ese preciso instante. Me decía que tecleaba con disimulo durante una reunión laboral —también él se conectó para distraerse— y que vive en nuestra ciudad; que ya nos veríamos. Solo me dio tiempo a pedirle el e-mail y poco más.
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