En general, tener aspiraciones humanas es bueno. El empeño por encontrar un piso adecuado para mi hogar, la elección de la póliza de seguros más rentable o de las medidas que protejan a mis hijos de malas compañías, son afanes con los que cuenta Dios en sus proyectos y cabe tomarlos como asuntos centrales de nuestro coloquio con Él. Pero a condición de que siempre los abandonemos antes en sus manos, hasta alcanzar un recogimiento aceptable. En cambio, permitir que intervengan en la oración mental sin que lo hayamos previsto, o aun habiendo decidido incluirlos, tratar sobre ellos en vivo y apasionadamente, sin ningún tipo de preparación, no solo puede disminuir la paz característica de la charla con Dios, sino meter ruido, y mermar las fuerzas. Cuando Stefan Zweig tenía veinticinco años y estudiaba en la Universidad de París, ya era conocido y elogiado en el mundo de las letras. Admiraba a Augusto Rodin, escultor francés, autor de obras importantes como El Pensador, Los burgueses de Calais, el monumento a Balzac o varios retratos de Víctor Hugo. Una mañana le presentaron a Zweig, que departía animadamente con un grupo de personas. Durante los breves minutos que duró la conversación, no fue capaz de articular ni una palabra, sintiéndose desplazado entre los amigos del maestro. Pero, a veces, los hombres egregios son también los más acogedores y, al despedirse de todos, volvió el rostro hacia el escritor con una sonrisa.
—¿Le gustaría ver algunas de mis esculturas?
—¿Cómo no? Será un placer.
—Venga el domingo a mi casa. Le invito a almorzar.
Contempló docenas de pequeños bocetos sin concluir que jalonaban el recorrido hasta una sala más amplia. Rodin se puso la blusa de trabajo y se detuvo frente a un pedestal.
—Aquí tiene mi última obra —explicó, mientras retiraba una sábana húmeda que cubría un bello busto de arcilla.
—Está terminada. Sin embargo.—Un silencio elocuente presagiaba la intensidad con que su alma iba a ser absorbida por aquella labor.
—Perdóneme.
Susurró al aplicar el cincel sobre una solapa ya seca. Un añadido de arcilla en el hombro, un pliegue sin pulir. Sus ojos destellaban por momentos. De repente, fruncía el ceño, y se abalanzaba acto seguido sobre un resalte del cabello que parecía terminado. No le dirigió palabra durante media hora. Suspiró. Cubrió su obra de nuevo y anduvo cabizbajo hacia la puerta hasta que advirtió la presencia de Zweig.
—Discúlpeme, señor. Me olvidé de usted por completo. Es que., usted sabe.
Zweig tomó su mano y la estrechó con agradecimiento. Más tarde escribió: "Adiviné el secreto del arte y de las obras del género humano: hay que concentrar todas las fuerzas para realizar cualquier tarea, sea grande o pequeña". Lo mismo ocurre con el recogimiento de mis anhelos en la oración mental. Ningún afán bueno o esperanza lícita, impedirá que el Espíritu Santo me hable, pero quizá sí que lastre el ímpetu de mi voluntad al amarle y seguir sus insinuaciones, vigor que Dios sabe detectar.
Está claro que cuando, en una conferencia, solicito que se respete el silencio, logro oír mejor al orador. Pero es menos conocido que al lanzar un dardo a una diana, si fijo la mirada en el diminuto redondel central, suelo obtener más precisión. Algo similar ocurre cuando limito la vigilancia, de modo individual, a los problemas, sin desasosiego por el trabajo inacabado o la dificultad del conjunto: mi mente acostumbra a decidir todo con mayor acierto. Quizá así se vea con más sencillez por qué, al recoger mis ansias, la voluntad alcanza una fuerza insospechada. Estoy incrementando su potencia ordinaria, porque al ser de alcance restringido queda todo disponible para un único fin, como sucede con un manantial cuando tapo sus salidas.
No se trata de suspender a perpetuidad la búsqueda de soluciones, ni de, sin recibir una vocación de vida retirada, añorar un estado eremítico o conventual. No olvidemos que tanto los frailes como los ascetas, también en el desierto han de enfrentarse a grandes anhelos y resolver problemas, muchas veces perentorios. Lo único que exige el recogimiento es esfuerzo por calmar las aspiraciones humanas ligadas a cualquier actividad terrena, o forjadas en nuestra imaginación. En el discurso que Jesús dirigió a una multitud desde el monte cercano a Cafarnaún, sorprende que transmita las bienaventuranzas y el padrenuestro de modo casi telegráfico. Estos consejos y súplicas, centrales en la doctrina cristiana, apenas ocupan un versículo. Incluso las explicaciones posteriores en el cuerpo del Sermón abarcan, como mucho, seis [1]. Sin embargo, la necesidad de vivir tranquilos ante los anhelos que nos asaltan, se desarrolla desde el 19 hasta el 35. Dieciséis versículos, repletos de ejemplos y advertencias para grabar a fuego esa única y luminosa idea. Por eso os digo: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. ¿Es que no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que ellas? [2] Conmueve la importancia que Jesús da al recogimiento. Y es que la "ocupación" beneficia al alma; la "preocupación", en cambio, la intoxica.
Recordemos el clarificador discurso de Jesús destinado a los judíos que habían creído en Él: ¿Por qué no entendéis mi lenguaje?, porque no podéis oír mi palabra. Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir las apetencias de vuestro padre [3]. Es cierto que se refería a las apetencias de los que buscaban su muerte, ocultos en la muchedumbre de los discípulos. Pero la enseñanza es válida por igual para todos: los anhelos que sentimos, en especial, los insuflados por la ira, impiden oír a nuestro Señor, nos alejan de la verdadera oración mental, porque dan entrada a intervenciones de otros espíritus, o a ideas personales que oscurecen el lenguaje de Dios.
Además de la saludable y constante lucha que un buen cristiano debería mantener contra los antojos, también es muy fructífero el siguiente ejercicio: la renuncia a los negocios que, aunque parezcan necesarios, no se puedan armonizar con las obligaciones sobrenaturales y familiares. Evidentemente hay asuntos inaplazables, pero seamos sinceros: envueltos en un halo social, económico y competitivo, qué fácilmente nos embarcamos en aventuras innecesarias que, en cambio, hipotecan nuestro escaso tiempo libre y embotan el espíritu. Con cuánta frecuencia la decisión acertada es, simplemente, mantener todo como está, porque ya no nos cabe nada más. El desprendimiento adquirido en este tipo de victorias no es pusilanimidad, sino la virtud del orden y de la pobreza. Además, nos acerca a la infancia espiritual, la élite de la vida interior; esa comprensión de nuestras limitaciones que facilita una finura especial para discernir lo que en realidad es necesario y a no sobrevalorar el resto.
El viernes 12 de enero de 2007, un hombre se sentó cerca de la salida situada junto a las escaleras mecánicas de una estación de metro en Washington DC y comenzó a tocar el violín. Interpretó seis obras de Juan Sebastián Bach en alrededor de cuarenta y cinco minutos. Se calcula que pasaron frente a él algo más de mil personas durante ese tiempo, casi todas de camino al trabajo. Transcurrieron tres minutos hasta que alguien se detuvo ante el músico: un hombre de mediana edad alteró unos instantes su paso para mirar cómo tocaba. Un minuto más tarde, el violinista recibió su primera donación: una mujer arrojó un dólar y continuó su marcha. Minutos después, un señor se apoyó en la pared a escuchar, aunque enseguida se fue tras fijarse en su reloj. Quien más atención prestó fue un niño de tres años. Su madre tiraba del brazo, apurada, porque el chico se había plantado ante el músico. Logró que el niño caminara, pero éste giraba el rostro mirando al artista. Esto se repitió con otros dos críos. Todos los padres, sin excepción, los forzaron a seguir la marcha. Solo seis personas se detuvieron un momento durante los tres cuartos de hora. Y otras veinte dieron dinero sin interrumpir su camino. Cuando terminó de tocar no hubo aplausos ni reconocimiento. "Nadie lo sabía —explicaba Gene Weingarten, periodista del Washington Post que promovió el experimento—, pero ese violinista era Joshua Bell, uno de los mejores músicos del mundo, interpretando algunas de las obras más selectas que se han compuesto, con un instrumento tasado en tres millones y medio de dólares". Dos días antes de esta función, llenó un teatro en Boston con localidades que valían un promedio de cien dólares: en el metro, Bell consiguió reunir en la funda de su Stradivarius tan solo treinta y dos, y algo de calderilla. "No está mal —bromeó—, casi cuarenta dólares la hora. Podría vivir de esto, y sin pagar a mi agente" [4]. El alma humana saturada de anhelos es insensible, no solo al arte, sino a la inmensa mayoría de los tesoros que Dios ha creado y nos regala. Muchos niños gozan, de modo instintivo, de esa clarividencia de lo inmaterial que tanto ayuda en la oración. Aunque ellos también añoran sus caprichos, no suelen desearlos con la intensidad suficiente como para ensordecer su espíritu.
Pero ya se ha dicho que la infancia espiritual es difícil de obtener. Mientras no disfrutemos de estas virtudes de los niños tan aconsejadas por el Salvador y permanezcamos rodeados de las múltiples obligaciones de cualquier adulto, queridas por Dios todo sea dicho, la solución pasa por impedir que esos anhelos humanos calen en exceso. Ese martilleo característico que tal vez no podemos evitar sentir, pero sí consentir. En 1992, en Herzegovina, la guerra comenzó a devastar el país y la población se encontraba sin energía eléctrica ni agua corriente. Una mañana —describe Sor Emmanuel Maillard [5]—, recibo una llamada telefónica de una granja en Sivric y nuestro querido amigo Josip me suplica:
—Sister, ¿me prestarías tu generador? Tengo alimentos en mi frigorífico ¡y podrían echarse a perder!
El asunto está rápidamente concluido y Josip puede servirse de este aparato providencial que funciona con gasolina. Lo sé, algún tiempo antes de que el conflicto estallara, Josip había sacrificado su pequeña vaca para conseguir dar de comer a su familia: seis personas, de las cuales dos son ancianas. La carne debería abastecerles durante algunas semanas. Después de un buen mes de penurias, acudo a su hogar y me ruegan que les acompañe a cenar. "Paciencia por el toque de queda", pensé, "hay luna llena esta noche, no encenderé los faros al volver a casa". ¿Pero qué veo llegar sobre la mesa familiar? ¡Carne!
—¡Josip! —exclamé—. ¡Eres el único en todo el pueblo que todavía tiene carne! ¿Cómo te las arreglas?
Josip murmura entonces con una humildad que nunca olvidaré:
—Sister, ¿recuerdas esa pequeña vaca que sacrifiqué antes de la guerra?
—Sí, ¡perfectamente!
—Y bien, mira. Desde que acogimos en casa a los refugiados, voy todas las noches a sacar algunos trozos del congelador para el día siguiente y. —abre las manos como diciendo "yo no tengo nada que ver con esto"—. ¡Cada vez que lo abro encuentro la misma cantidad! ¡Es así!
Permanezco sentada a la mesa, comiendo esta famosa carne y me esfuerzo en contener las lágrimas. La familia de Josip come, los refugiados y los pobres también. Una vez repuesta de mi emoción, deslizo una pregunta en el oído de Josip:
—¿Se sirven de esta carne con mucha frecuencia?
—Sister, cuando encontré a estos refugiados en la calle, sin nada —su vivienda en Bjelo Polje se incendió por completo bajo las bombas—, los traje a casa y me dije: "Esta gente lo ha perdido todo y yo todavía tengo donde vivir. Voy a compartir con ellos, sin reservar parte para mi familia. Si se acaba, pues bien, no habrá nada, ¡y eso es todo!". Entonces, desde hace un mes, doy carne a mi familia y a los refugiados al mediodía y a la noche. Somos seis y ellos son siete, o sea un total de trece. Pero, sister, también están los vecinos. Saben que tengo este generador y vienen con sus bolsas de plástico. ¡No puedo dejarlos que se vayan como vinieron; tienen niños, y somos creyentes! Entonces les doy carne. Sister, no imaginas cuánta saco cada día desde que comenzó la guerra, muchas vacas no abastecerían a toda esa multitud. ¡Así es hermana!
El abandono en Dios no es solo un remedio extraordinario para preparar la oración. Con el fin de no caer en una seguridad tramposa y teórica en la Providencia, conviene que se refleje en el concreto desprendimiento de mis bienes, en el dialogo sereno con el inoportuno, en el buen humor ante un problema imprevisto, o en la generosa iniciativa frente al egoísmo apocado de la mayoría. Un grito interior "Jesús, en ti confío", que ponga la esperanza en Él y no tanto en mis cualidades, calmará con rapidez los anhelos, porque se me aplicará la fuerza de su Pasión. "Bendito sea aquel que fía en Yahveh, pues no defraudará Yahveh su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor, y estará su follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto" [6].
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1 El capítulo 6 de san Mateo profundiza en el amor a los enemigos desde el versículo 43 al 48, en el peligro de llenarse de ira del 21 al 26, y en la precaución ante los falsos profetas del 15 al 20 del capítulo 7.
2 Mt 6, 25-26.
3 Jn 8, 43-44.
4 WashingtonPost.com. Too busy to stop and hear the music, 9.IV.2007.
5 SOR EMMANUEL MAILLARD. El Niño escondido, 2a ed. Parangona, Barcelona 2010, p. 310.
6 Jr 17, 7-10.
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