RECOGIMIENTO: TRISTEZA - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

RECOGIMIENTO: TRISTEZA


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      Dios tiene predilección por los alegres y optimis­tas. El júbilo del alma fundado en la seguridad del au­xilio divino le gusta, y mucho, según se deduce de la preferencia de Jesús por los niños [1]. Es evidente que no hablamos de esa actitud alocada, tan común en el ca­rácter risueño, que recurre a la jovialidad por motivos de imagen o incluso de filantropía. Tampoco a los falsos entusiastas, que pronto dan rienda suelta a su carácter voluble o a su pereza.
      El verdadero optimista tiene visión sobrenatural. Conocedor de la asistencia divina, hace lo que puede y difícilmente se inquieta. No suele esgrimir argumentos humanos de peso para explicar su satisfacción o sus elecciones, pero acierta más porque le respalda la ha­bilidad del Altísimo. Como todos, también nota el ata­que de la tristeza que, en sí mismo, no es peligroso. Sin embargo, trata de repelerlo. Quizá porque intuye que admitir, incluso de modo pasivo, un pensamiento que nos entristece, encierra una maldad oculta. Que cuando una actitud indecisa permite que los acontecimientos apesadumbren el corazón, peligra el alma, porque tal vez nazca de una duda más o menos consentida en el go­bierno providencial y compasivo del Padre. Y este sen­dero merodea las inmediaciones de una sima insonda­ble: la del pecado contra el Espíritu Santo, con su daño irreversible [2].
      El que se deja invadir por la congoja sin ofrecer resistencia, es posible que no consiga evitar por com­pleto cierta desconfianza en la Bondad de Dios. Quizá sea difícil que acepte haber juzgado al Espíritu Santo como rencoroso, insensible o poco atento, pero su de­solación permitida es más elocuente que las palabras. Movimientos interiores del todo nítidos a los ojos divi­nos y letales para el alma, ya que afectan a la esperanza, segunda virtud teologal. El hombre queda sumido en una parálisis anímica notoria y difícil de vencer, porque las fuerzas que lo dominan son imponentes en aparien­cia.
      En contraste, aquél que permanece sereno y relati­viza una y otra vez sus penas, recupera las riendas del espíritu, supera la zozobra. Esto se debe a que la potes­tad sobre el alma, tan ansiada por los orantes de todos los tiempos, se obtiene con el incremento de la virtud de la paciencia, según anunció el Señor: In patientia vestra possidebitis animas vestras; por la paciencia, posee­réis vuestras almas [3]. Pero paciente es quien domina su alma en la tribulación para que no le alcance la tristeza, según enseña san Agustín [4]. Como, además, el intento de crecer en una virtud necesita de la repetición de ac­tos, se deduce que, con el ejercicio constante de refrenar el desaliento, más allá de conseguir una evidente liber­tad mental [5] y un corazón abierto, se alcanza ese atrac­tivo premio que Jesús promete: el control del espíritu que facilitará la atenta escucha de Dios y distinguir sus mociones. Por circunstancias de la vida que no es nece­sario detallar, Damián, de treinta y ocho años, tuvo que dormir en un albergue durante varios días. El cansan­cio que le producía la búsqueda de empleo y el escaso fruto de sus entrevistas degeneraba con frecuencia en tristeza. La frialdad con que le trataban llegó incluso a repercutir en su rapidez para conciliar el sueño, de la que siempre había disfrutado. A esas horas nocturnas, los recursos sobrenaturales que había adquirido recien­temente chirriaban en su corazón ante las dificultades por las que atravesaba.
      Una de aquellas noches en que pugnaba por cerrar la pesada puerta del alma que nos aísla de la aflicción, se topó con un problema inesperado: la locuacidad de su vecino de litera. Un hombre de mediana edad, cató­lico pero de ideas evangélicas y que, como él, estaba en el paro. La violencia interior era insoportable. A duras penas reprimía unos cuantos monosílabos que hubieran zanjado la conversación con brevedad. Sin embargo, observó con asombro cómo ese esfuerzo paciente por olvidarse de sí mismo le insuflaba tranquilidad o, más bien, una alegría serena que le gustaba. En ese momen­to, notó una clara moción divina que le impulsó a hablar de su fe. Cierto pudor le refrenaba, pero, aun vencido por el cansancio, consiguió explicar en detalle el curso de su vida hasta descubrir a Dios. El desconocido guar­dó silencio y solo intervino a la hora de desear un buen descanso.
      Al día siguiente, Damián se levantó a las siete de la mañana. Salió del edificio y caminó hacia la catedral. Al detenerse en un semáforo, su compañero de albergue le alcanzó.
      —¿Puedo acompañarte? Necesito saber más so­bre algunas cosas que mencionaste ayer... —El ahogo pesimista de la velada anterior le acechaba de nuevo: si accedía, adiós a su intento de soledad para orar. Se abandonó en las manos de Dios, enarboló la mejor de sus sonrisas y de inmediato volvió a sentir una sugeren­cia rápida y nítida que le empujaba a hablar sobre la confesión.
      —Claro que sí. Quiero asistir a misa de ocho des­pués de rezar un rato por mi cuenta y antes de seguir buscando trabajo. Pero ya acudiré en otro momento.
      —Por mí, no cambies de plan. Incluso prefiero que lo mantengas. Verás; aunque me bautizaron en el cato­licismo, frecuento una iglesia evangélica, quizá porque nunca nadie me había hablado en mi vida como tú ayer. Necesito seguir escuchándote para ordenar mis ideas.
      Mientras caminaban por la girola de la catedral, se detenían frente a las capillas que iban encontrando. Los cuadros enormes de cada retablo, servían de pretexto y apoyo en su catequesis ambulante: la existencia de los ángeles; la devoción católica a sus santos; el papel fundamental que, también ahora, desempeña la Virgen María. Todas estas verdades de nuestro credo que había oído en más de una ocasión y que vagaban en su memo­ria como en una nebulosa, le parecían de pronto muy reales y coherentes.
      Se sentaron en uno de los bancos. Damián inició su oración mental. Permanecía en silencio. Su compañero trataba de imitarle hasta que la curiosidad le venció.
      —¿Por qué llaman a esto "capilla del Santísimo Sacramento"?
      —Porque dentro de aquella caja metálica iluminada que es el sagrario, está Jesús vivo. Los católicos creemos que Jesús es a la vez Dios y Hombre, y que está presente de modo físico, con la apariencia de pan, detrás de esa puertecita. Por eso hago oración frente a Él. —Sin titu­beos y con una fuerza asombrosa habló, durante más de diez minutos, del Misterio Eucarístico, del pecado y de la necesidad de limpiar el alma a fin de poderle recibir.
     —¿Te quieres confesar? La mayoría de los que se bautizan, pierden la fe si han descuidado reiteradamen­te este sacramento. Confiésate y Jesús vivirá en tu espí­ritu.
       —¿Y cómo se hace eso? Ya olvidé todo lo que apren­dí de pequeño.
       Damián llevaba encima uno de esos trípticos tan útiles para el examen de conciencia. Mientras lo leía, su nuevo amigo anotó los que le daban en diana. Salió del confesonario con lágrimas en los ojos. La única vez que recibió el perdón fue treinta y un años antes. Asistieron juntos a misa y comulgaron. En menos de tres horas de trato, Jesús resplandecía otra vez en aquella alma. Y eso gracias al ejercicio de la paciencia que ayuda a distinguir el empuje de Dios y las recomendaciones que envía. Muchos de los que dialogan con el Señor suelen dar vueltas y vueltas a sus penas, pensando que, de esa manera, paliarán eficazmente esos males. Es verdad que no podemos renunciar a poner los medios humanos que los mitiguen, pero qué importante es esto: solo en el momento en que sea oportuno. En la mayoría de oca­siones en que nos invade esa tristeza, es más inteligente abandonar de golpe, en las manos del Señor, lo que nos tortura; y recurrir a su Bondad y no a nuestra destreza mental. Es decir, confiar. También porque quizá, a partir de ese instante, se nos haga ver claramente la solución. Y, lo que es crucial, si hemos cuidado las demás condi­ciones de certeza, estaremos seguros de que procede de Dios.

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1     Mt 18, 3; Mt 19, 13; Mt 21, 16; Mc 9, 37.2
2    A cualquiera que diga una palabra contra el Hijo del Hombre se le perdo­nará; pero al que hable contra el Espíritu Santo no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero (Mt 12, 32). 
3    Lc 21, 19. 
4    "Por la paciencia humana toleramos los males con ánimo tranquilo, es decir, sin la perturbación de la tristeza, para que no abandonemos por nuestro ánimo impaciente los bienes que nos llevan a otros mayores" (De Patientia, c. 2, ml. 40, p. 611). 
5    "Entre otras pasiones, la tristeza es eficaz para impedir el bien de la razón, como consta por las palabras de 2 Co 7, 10: «La tristeza del mundo conduce a la muerte». Y también leemos en Si 30, 25: «A muchos mató la tris­teza, y no hay utilidad en ella». Por eso es necesaria una virtud que mantenga el bien de la mente contra la tristeza para que la razón no sucumba ante ella" (S. TOMÁS DE A., S. Th., II-II, q. 136, a. 1, r).

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