DIOS USA LO QUE MAS BIEN PARECE NUESTRO RAZONAMIENTO - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

DIOS USA LO QUE MAS BIEN PARECE NUESTRO RAZONAMIENTO

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      En realidad, con este modo de comunicación, nos convertimos en coautores y enaltecemos extraordina­riamente el propio intelecto. Al presentarlo a Dios así, desempolvamos una de las cualidades más nobles y pro­digiosas del género humano.
 
     Santo Tomás de Aquino dice que "entender consis­te en la simple aprehensión de la verdad inteligible. En cambio, razonar es pasar de un concepto a otro para co­nocer la verdad inteligible" [1]. El Señor puede imprimir directamente una idea en el alma como hemos mencio­nado hasta ahora, pero también es posible que prefiera que el entendimiento la obtenga con algo más de esfuer­zo. Que haga uso del don precioso que otorgó al hombre cuando creó su espíritu al nacer: la poderosa capacidad de deducir realidades saltando de un conocimiento a otro. Nuestros razonamientos.

 
      No hace falta decir que, si en determinadas con­diciones, acepta proteger las ideas inspiradas por Él ante todo tipo de estorbo que rompa la certeza, tam­bién preservará la mente humana durante el transcurso del razonamiento. Y hay un porqué: el raciocinio utiliza conceptos, los entrelaza y, al final, elabora una conclu­sión. Y en ninguna fase de este proceso hemos salido de nuestro intelecto, baluarte del alma inaccesible a otras criaturas.


      Es importante la diferencia entre "razonar" e "ima­ginar". Cuando, después de oír un estruendo que hace temblar las paredes de mi casa, intento esclarecer el mo­tivo, puedo razonar. Así, mi juicio, descartará que haya sido provocado por un avión supersónico, porque no suelen romper los cristales de mis ventanas como veo que ha ocurrido; además, los gritos de la gente me hacen pensar en el nerviosismo generado por algo distinto de la rotura de la barrera del sonido. En definitiva, deduzco con mi entendimiento que puede tratarse de una bom­ba.

     En cambio, si tras la detonación me limitara a ima­ginar, no llegaría a deducir el motivo del ruido. Solo representaría en mi cerebro el brillo metalizado de un avión en pleno vuelo, enormes llamaradas, o la silueta de un personaje que acciona el mando a distancia de un artefacto.
 
     La distinción entre ambas actividades humanas es muy clara en varios aspectos. Ciñéndonos a la perspec­tiva que nos ocupa ahora, recordaremos que, mientras los pensamientos son inaccesibles a las fuerzas del mal, las imágenes —las impresiones en la retina que utilizan nuestras neuronas para reproducirlas o modificarlas— resultan manejables por esas criaturas, como hemos visto. Conviene recordar aquí el potente privilegio con­ferido al intelecto por su espiritualidad: seguir actuando tras la muerte cuando ya no esté el cuerpo para asistirlo [2]. La imaginación, en cambio, desaparecerá al des­componerse nuestra materia. De ahí que, de ordinario, los mensajes que se nos transmiten desde el Cielo se in­filtren en la razón o aprovechen lo que pueden parecer "nuestras" elaboraciones intelectuales.

      De modo parecido a lo aconsejado antes sobre des­confiar de respuestas simplemente imaginadas —un rostro repentino, la silueta de un instrumento de trabajo que emerge de la nada, etc.—, también conviene evitar la imprudencia de asumir, como contestación divina, un recuerdo de la memoria sensitiva [3] que nos aborde de golpe, sin venir defendido por un proceso lógico. Sería el caso del que decidiera mudarse a su ciudad natal por haber recordado en su oración mental, sin motivo ra­zonable, un acontecimiento de la infancia o una calle concreta. Estamos frente a las tradicionales "distraccio­nes" que muchos rechazan, sin la menor cavilación so­bre fiabilidad.

      Es imprescindible ver la diferencia entre dicho error, y el correcto discurrir del espíritu cuando evoca el pasado para aportar antecedentes que el proceso racio­nal califica como necesarios. Aquí no hay peligro alguno de intromisión, según explica santo Tomás [4].

      En definitiva, se trata de centrarse con esmero en la voluntad y el entendimiento. Y, dentro de éste, en todas aquellas funciones que le pertenecen: recurrir al archivo interior de conceptos o especies inteligibles [5] (memoria intelectiva), la simple comprensión de una idea que apa­rece en nuestra mente (inteligencia), orientar en orden a un fin (intención), persistir en el estudio de lo propuesto (pensamiento), examinar (juzgar) lo pensado relacio­nándolo con nociones ciertas (sabiduría), o cavilar en cómo transmitirlo a los demás (lenguaje interior) [6].

      Era el modo de inspiración de que disfrutaba el rey David, como quedó patente al establecerse en su palacio y decir a Natán: «Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras que el arca del Señor habita en una tienda de lona». Y el profeta respondió: «Ve y haz cuanto pien­sas, porque el Señor está contigo» [7]. La destreza al re­conocer esa moción fue extraordinariamente premiada: «Asignaré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré para que habite allí y nadie le moleste; (...) El Señor te anuncia que Él te edificará una casa. (...) Suscitaré des­pués de ti un linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino (...) y yo mantendré el trono de su realeza para siempre» .

     Hace años, se acercó un joven de unos veinticin­co años por las instalaciones de la peña montañera que frecuentaba. Aunque no parecía desnutrido, su aspecto era preocupante: pómulos marcados, mirada cansada y ligeramente perdida, nerviosismo apenas contenido.

      Todo  indicaba que padecía dependencia. Se apuntó a una excursión de tres días.

      Dos jornadas antes de la partida me pidió, con cier­ta inquietud, que habláramos a solas.

      —¿Tienes dinero para prestarme? Mis padres están fuera y llevo solo lo justo para los desplazamientos del viaje y volver en tren a mi casa. Con 50 € saldría del paso. Te los devolveré la semana que viene.
       —Si es por la comida de los próximos días, no te preocupes. Yo me encargo. Menos mal que lo has dicho antes de salir. Una vez allí, hubiera sido difícil conse­guirla.
      —Tú me prestas esa cantidad y no temas. Siempre cumplo mi palabra. Mi familia tiene mucho. Incluso les pediré de más para compensar el favor.
       —Mientras me hablaba, imploré que le ungiera la bendición de Dios, me recogí y traté de elaborar algún plan que soluciona­ra el problema. Intenté poner en orden mis pensamien­tos: padres, comida, droga, tres días con él,...deduje con claridad que no era conveniente darle dinero, porque lo utilizaría mal. Además, era indiscutible que su capaci­dad receptiva estaba muy mermada. Debía responderle algo muy sencillo que centrara su atención y le fuera útil realmente. Pedí luces y me mantuve en silencio hasta dar con una medida adecuada.
       —Confiésate. Tu problema es que no tienes a Dios y echas en falta muchas cosas que se te darán juntas cuando limpies tu alma. Aquí hay un sacerdote que te ayudará a hacer examen de conciencia. —Me miró sor­prendido y con la boca entreabierta, como a punto de pronunciar una palabra que nunca salía.
        —Me parece que tienes razón. Han transcurrido de­masiados años desde la última vez y voy de mal en peor. Mi padre ya no me quiere dar más dinero y mi madre no sabe qué hacer conmigo.
     —Sé sincero ante el sacerdote. Pide perdón. Resuelve primero tus problemas interiores. Los demás, se afrontan después mucho mejor —Salió radiante del confesonario.
        —¡Me he confesado! —exultaba, sin dejar de agra­decer el consejo.

      La travesía fue un éxito. Entablamos cierta amis­tad, reímos hasta el agotamiento y fatigamos nuestros cuerpos, terapia muy útil, en especial para el nuevo acompañante.

      Pasados cuatro días me transmitieron algo impre­visible: este joven había fallecido por sobredosis. Le en­contraron tendido en una acera de la ciudad de su fa­milia. Sus padres, buenos católicos, habían dispuesto lo necesario para darle cristiana sepultura. Estaban abati­dos. El suicidio es un pecado grave, en la mayoría de los casos. Al dolor por la pérdida se añadía la posibilidad de su condenación eterna, sospecha nada desdeñable.

      En muchos sitios aún es costumbre dar el pésame a la salida de la iglesia, después del funeral. Cuando llegó mi turno, dije al padre:

       —Por si no lo sabes, tu hijo se confesó la semana pasada. —Sus ojos enrojecidos y distantes regresaban a la tierra. Dejaron de verme para comenzar a "mirar", y muy sorprendidos.
       —¿Qué has dicho?
      —Que le animé a confesarse. Puedo asegurar que lo hizo, y supongo que bastante bien porque salió conten­tísimo. —El temor a la condenación debía apesadum­brar su alma como una losa enorme. El alivio que debió notar, le dio alas. Sin reprimir las lágrimas, me regaló una amplia sonrisa que dejó perplejo al gentío que nos rodeaba. Buscó a su mujer entre los demás familiares y la acompañó hasta donde yo estaba.
       —Mira qué dice: ¡Se confesó!
      —Así es. Y pienso que si Dios se lo ha llevado des­pués de facilitarle ese sacramento, no habrá sido con el fin de privarle de su compañía.

      Para el que no ha perdido un hijo, resulta difícil en­tender la naturaleza de la herida que se abre, su modo de afectar incluso al equilibrio psíquico. Pues, aun así, pude marcharme ante la atenta mirada de los padres, que ahora esbozaban una leve sonrisa llena de alivio y esperanza: disfrutarían de su hijo en el Paraíso. Guardo este recuerdo como uno de los más gratificantes de mi vida; y lo considero un premio a la cautela de no decidir demasiado rápido, de cribar los argumentos con el ta­miz de la oración mental.

      En muchos otros casos, no será necesario esfuerzo alguno del intelecto. Dios se adelantará a nuestra sensa­ta búsqueda de referencias, al intuitivo afán de la mente por aportar luces al asunto, para evitarnos la peligro­sa inmersión en los acontecimientos pasados o futuros que, con sus múltiples tentáculos, pueden romper el re­cogimiento.



1    S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 79, a. 8, r. 
2    "Es necesario afirmar que el principio de la operación intelectual, llamado alma humana, es incorpóreo y subsistente (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 75, a. 2, r). 
3    "Si por memoria entendemos tan solo la facultad de archivar las especies, es necesario decir que la memoria está situada en la parte intelectiva. En cambio, si a la razón de memoria pertenece el que su objeto sea lo pasado en cuanto tal, la memoria no estará situada en la parte intelectiva, sino solo en la sensitiva, que es la que percibe lo particular" (S. TOMÁS DE A., S. Th. I, q. 79, a. 6, r). 
4    "Debido a que los ángeles conocen los seres corporales y sus disposiciones, por este medio pueden conocer lo que hay en el apetito y en la percepción imaginativa de los animales e incluso en el de los hombres, cuyo apetito se desencadena siguiendo algún impulso corporal. En los animales siempre su­cede así. Sin embargo, no es necesario que los ángeles conozcan el movimien­to del apetito sensitivo o la percepción imaginativa del hombre en cuanto movidos por la voluntad y por la razón, porque también la parte inferior del alma participa de alguna manera de la razón, como el que obedece al que manda, según se dice en I Ethic." (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 57, a. 4, r. 3). 
5    "La luz del entendimiento agente abstrae de las imágenes las especies inte­ligibles. Por lo tanto, la luz del entendimiento agente puede abstraer especies de lo sensible" (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 55, a. 2, o. 2). 
6    S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 79, a. 10, r. 3. 
7    2 Sam 7, 2-4.

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