El lenguaje que más agrada al Señor es el de las inclinaciones de la voluntad. Es de tal importancia que, aunque se insistiera en este detalle, difícilmente comprenderíamos su verdadero alcance. De ahí que estas líneas se extiendan en algo que aparenta ser tan sencillo.
El Espíritu Santo se comunica habitualmente a través de ideas, como se ha dicho antes. Ahora bien, al centrarnos en los asuntos divinos, la potencia principal de nuestra alma no es el entendimiento sino la voluntad [1], con sus facultades apetitivas. Entre éstas, sobresale el libre albedrío con su acto propio, la elección, que no es más que un tipo de deseo [2].
Cuando aquí utilizamos el verbo desear, no nos referimos a su significado clásico: pretender una cosa desde el punto de vista afectivo, sentimental, a modo de ráfaga que atraviesa la voluntad sin dejar rastro. En absoluto. El deseo que llega al Corazón de Dios es el que busca algo poniendo la voluntad por delante, con empeño y tesón, dejándose la piel en la empresa si de actuar se tratara. Es lo que, en la escolástica, se conoce como querer, propio de almas sólidas, hechas, que han alcanzado la madurez. En el Nuevo Testamento vemos, con frecuencia, cómo Jesús se deja atraer por personas así: san Pedro, los "Hijos del Trueno" Santiago y Juan Evangelista, san Juan Bautista, etc.
En el ámbito de la comunicación con alguien como Dios, que es Espíritu puro y Amor inmenso, parece lógico que los deseos cobren enorme importancia, pues son el medio inmaterial con el que se manifiesta nuestra voluntad cuando ama.
Por ejemplo, es corriente que deseemos sin intensidad, de modo rutinario, formalista o por costumbre.
Esto es lo que suele ocurrir al sentirnos cansados de las oraciones vocales porque con frecuencia no obtenemos lo que pedimos. También se da al rezar mentalmente sin corazón, al promover un parloteo interior que ignora que Dios pueda intervenir en ese monólogo. Quizá lo atribuyamos a la inexperiencia o a una carga de pecados demasiado excesiva como para obtener algo tan ambicioso. Muchas veces no caemos en la cuenta de que se debe a que nuestros deseos son tan tibios que resultan ineficaces.
Conocí hace años a un estudiante de primer curso de Biología. Me decía que su madre alcanzaba del Señor todas sus peticiones. Con el fin de explicarlo, nada sería mejor que observarla al rezar, como logré años más tarde: la vi paladear cada sílaba del padrenuestro; esforzarse tanto en poner el afecto en sus frases, que esta oración le llevaba de ordinario varios minutos. Cuando oramos con un querer profundo, casi abrasador, se entrevé con facilidad la influencia directa del Cielo, por lo novedoso que resulta, y es señal clara de que probablemente quiera conceder aquello que ya está imprimiendo en nuestro interior.
Es cierto que Dios acoge con verdadera solicitud cualquier modo de dirigirle la palabra por maquinal, distraído y breve que sea nuestro diálogo. Pero en absoluto obtiene el mismo fruto esa súplica que otra intensa, o insistente pues, a fin de cuentas, siempre presupone el ofrecimiento de un valioso tesoro humano: el del tiempo o el del propio esfuerzo. Todo un homenaje de amor. Quizá sirva de ejemplo, el relato de un viaje a Madrid que mi buen amigo Vicente, asesor financiero, hizo en 2005.
Acudió, junto a otras cinco personas, a la Parroquia de Nuestra Señora de Zulema cuando le convocó su titular, D. José Antonio Fortea, teólogo de la diócesis de Alcalá de Henares, especializado en demonología. Los exorcistas, durante sus sesiones, suelen recurrir a la ayuda de católicos piadosos para que le apoyen con sus plegarias. D. José Antonio aconsejó a los asistentes que mantuvieran la calma y que no dieran crédito al "padre de la mentira" si, como era frecuente, refería pecados ocultos de los allí presentes. Poco después llegó, acompañada por su madre, Marta, una estudiante de Ciencias Exactas. Joven, de grandes ojos negros, pelo moreno y guapa, nada daba a entender la temible dolencia espiritual que padecía. Era poseída por siete demonios, seis de los cuales habían salido en exorcismos anteriores. El último se resistía: siempre queda el más poderoso para el final.
El padre Fortea abre la capilla situada en el sótano de su parroquia. Transportan una colchoneta forrada de plástico verde hasta el pie del altar. Marta se recuesta boca arriba y el sacerdote permanece unos minutos arrodillado en recogimiento. Extiende su mano derecha y la impone sobre el rostro de la joven, sin tocarla, mientras inclina la cabeza y susurra repetidamente y con los ojos cerrados una plegaria ininteligible.
Al poco, un alarido desgarrador rompe el silencio de la capilla. Es ronco, varonil. Los gemidos aumentan de frecuencia. Su cuerpo se estremece. Mueve la cara de un lado a otro; primero, lentamente; luego, con inusitada rapidez. El exorcista, impasible, prosigue su salmodia incluso cuando las lúgubres voces dan paso a un rugido estentóreo y furioso. D. José Antonio, con serenidad, coloca un crucifijo sobre el vientre de la joven, la rocía con agua bendita e invoca a san Jorge. Al oírlo, Marta arquea su cuerpo hasta tirar el crucifijo. A continuación, pone los ojos completamente en blanco y se levanta toda entera un palmo de la colchoneta. Los presentes no dan crédito a lo que ven.
—Sal de la criatura, en nombre de Dios.
—¡Noooo! —aúlla la joven mientras se aferra a la colchoneta.
—Sal, te lo ordeno en nombre de Cristo.
—¡Asesinos! ¡Asesinos! —repite una y otra vez, al mismo tiempo que sus manos se contraen como garras. El presbítero arrecia en sus exhortaciones hasta que, agotado tras hora y media de lucha, se levanta y sale de la capilla.
En ese momento, la posesa deja de jadear y fija su oscura mirada en los invitados que habían permanecido en segundo plano. Durante un rato interminable escruta, de uno en uno, el semblante de los presentes, tratando de calibrar sus energías espirituales. Finalmente, como despreciándoles y conocedor del poder ante Dios de una madre, detiene la vista en la señora que se mantiene junto a la cama. Ésta, preocupada por ayudar a su hija, toma la iniciativa:
—¡En nombre de Cristo, te ordeno salir! —suplica, mientras muestra una postal de nuestra Señora de Fátima.
—¡Abre los ojos! ¡Mira a la Virgen! —obtiene como respuesta un bufido que termina en rugido.
—¡San Jorge, ven! ¡San Jorge, ven! ¡Ven, san Jorge! ¡Sal de ella, san Jorge!
La posesa se detiene un instante, sonríe y dice con sorna:
— ¡Sal de ella, san Jorge!
Vicente, que hasta entonces ha estado rezando el rosario de un modo maquinal, absorto en un espectáculo tan horrible, reacciona al ver la humillación de la pobre madre y decide concentrarse intensamente en el avemaría que va a comenzar. Cierra los ojos y trata de recogerse, ralentiza la cadencia de las frases para aplicar toda su alma en la siguiente petición: "Ruega por nosotros, pecadores". En ese mismo instante, el demonio, con el rostro desencajado, se vuelve hacia él y lanza un aullido de terror completamente distinto a los anteriores. Se agita de espanto, tiembla presa del más profundo pavor sin perder de vista a Vicente con los ojos casi fuera de las órbitas.
Esta reacción de Satanás no pasó inadvertida para el exorcista, y a Vicente se le quedó grabada en la memoria de modo imborrable. En lo sucesivo, le ayudaría a aplicar con empeño toda la fuerza de la voluntad en sus charlas con el Señor. Minutos después, el padre Fortea dio por finalizada la sesión sin haber conseguido, por desgracia, expulsar ese demonio.
El ímpetu irrefrenable de nuestro espíritu es el que llega con rapidez a lo profundo del Corazón paternal de Dios, que se comporta como apremiado a manifestar su Bondad cuando nos dirigimos a Él de ese modo. Las lágrimas de María obtuvieron más prontamente la resurrección de Lázaro que las adorables consideraciones de Marta acerca del Mesías. El dolor intenso de la viuda de Naín propició la vuelta a la vida de su niño con mayor destreza que si lo hubiera solicitado con palabras poéticas o con locuacidad.
Conviene que nos fijemos en otras oraciones que Jesús atendió en el acto. No se trataba de fórmulas sabias y complicadas. Eran, a lo sumo, la exposición sencilla de una angustia o necesidad: "¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! [3], ¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad! [4], ¡Señor, sálvanos, que perecemos! [5], Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino" [6]. Anhelos impetuosos que curaron enfermos, calmaron una tempestad e introdujeron en el paraíso a alguien que no se distinguía precisamente por sus buenas obras. San Gregorio Magno afirmaba que "si los labios pidieran la vida eterna, sin que la deseásemos desde lo profundo del corazón, nuestro grito sería un silencio; pero si, aun sin hablar, la ansiamos desde el fondo del alma, nuestro silencio es un grito" [7]. Lástima que esos mudos bramidos, que esa extraordinaria concentración de fuerzas en un único anhelo, con frecuencia, solo aparezca en personas ejercitadas en el recogimiento, o bien, sometidas a situaciones límite.
¡Ojalá anheláramos así en la vida ordinaria, sin esperar a vernos en peligro! Presionemos al Señor con la voluntad, para ascender fácilmente a las alturas de su Corazón, sin esperar turno y sin saberlo todo.
Siempre me ha sorprendido la pregunta del Salvador al paralítico de la piscina de Bethesda: ¿Quieres ser curado? [8] Era evidente que sí, y más conociendo su postración de treinta y ocho años. ¿Qué pretendía Jesús con su interés? Seguramente procuraba que emergiera su voluntad, tiranizada como un muñeco por su cuerpo; quería extirpar su tibieza, robustecer su deseo e insuflarle el Suyo propio. No le exigió nada más. El ciego ignoraba incluso el nombre de Jesús, información que tuvo que indagar a instancia de los fariseos. Desconocía por completo su condición divina capaz de obrar el milagro. Tampoco hizo falta que respondiera con un "sí, me gustaría ser curado". Al contrario: el tullido se enzarzó en un comentario anodino que más bien perjudicaba el favor que iba a recibir. Pero lo esencial sí funcionaba: su voluntad. Probablemente ya ardía en llamas. Al leer Jesús ese movimiento interior, suscitado por Él mismo, le concedió la curación: Levántate, toma tu camilla y ponte a andar. Al instante aquel hombre quedó sano [9]. Es una prueba palpable de la importancia que Dios da a la fuerza de nuestras ansias, en este caso, por encima incluso de la fe en la divinidad de Jesús.
Como es lógico, no conviene atribuir poderes especiales a las inclinaciones de la voluntad. Se trata solo de un modo extraordinariamente eficaz de dialogar con el Todopoderoso, alguien muy pendiente del sosiego humano que acepta de inmediato nuestra participación en el tráfico omnipotente de deseos que sostiene el universo.
Esta es una de las razones por la que, a veces, los que creen tenuemente en Dios o los alejados de la práctica religiosa alcanzan sus peticiones por el simple hecho de pretenderlas con intensidad. El actor Jim Carrey [10] fue bautizado en la Iglesia Católica, pero no solía orar durante su infancia. En abril de 2007, a lo largo de una entrevista concedida con motivo del estreno de la película "23", declaró que una profesora irlandesa le había explicado a solas: "Si quieres algo, no tienes más que pedirle a la Virgen María, y lo obtendrás". Estas palabras resonaban en su memoria hasta que se entremezclaron con sus sencillos deseos infantiles aunque, no por eso, menos intensos. "Mi padre no podía pagar una bicicleta. Me sonó bien lo que dijo mi maestra y quise intentarlo.
Al llegar a casa, empecé con mi rezo. Le pedí a Dios una bicicleta nueva. Y dos semanas después, había una en el salón. Cuando pregunté de dónde procedía, mis padres me dijeron que la había ganado en un sorteo desconocido para mí. Un amigo mío, sin que yo lo supiera, había puesto mi nombre en un negocio de artículos deportivos. Se había cumplido mi deseo. Y lo mismo continuó ocurriendo a lo largo de mi vida" [11].
Página sugerida a continuación: Cómo me habla Dios
1 "La voluntad es más eminente que el entendimiento (...) Por eso, es mejor amar a Dios que conocerle, y al revés: Es mejor conocer las cosas caducas que amarlas" (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 82, a. 3, r).
2 "La elección es el deseo de aquello que está en nuestro poder" (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 83, a. 3).
3 Mc 10, 47.
4 Mc 9, 24.
5 Mt 8, 25.
6 Lc 23, 42.
7 Obras de san G., VII, Moralia in Job, BAC, Madrid 1957, p. 72.
8 Jn, 5, 6.
9 Jn 5, 8-9.
10 Canadiense, nacido en 1962, protagonista de películas como "Olvídate de mí" o "Ace Ventura", y galardonado con dos Globos de Oro por "Hombre en la luna" y "El Show de Truman", que le lanzó a la fama.
11 Entrevista concedida al Diario ABC, ed. Valencia, 20.IV.2007.
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