EL LENGUAJE DE DIOS: LOS PENSAMIENTOS - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

EL LENGUAJE DE DIOS: LOS PENSAMIENTOS


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El Logos, la Palabra eterna, la Sabiduría organiza­dora del universo desea hablar a solas con cada hom­bre y nos ha dotado de poder para distinguir lo que nos dice. Es una evidencia: si Dios lo puede todo y, al mismo tiempo es un Padre que nos quiere más que nadie, in­mensamente ¿cómo se le iba a ocurrir crear a un hijo que no fuera capaz de discernir con claridad lo que Él le transmite? Asimismo: ¿por qué razón cruel nos privaría de los recursos interiores eficaces que eviten confusio­nes con lo que inventamos nosotros, o con lo que nos inspiran otros seres? Ese modo de actuar iría en contra de su cordura, o lo que es peor, de su enorme Bondad.
No te quepa duda. Dios nos ha concedido la facul­tad de distinguir con precisión y certeza lo que nos ex­plica en el alma. Y para ello, de ordinario, se sirve de nuestra mente. Si hubiera querido comunicarse con ca­ballos, habría utilizado aspavientos y silbidos. Pero con los hombres se vale de las potencias espirituales que le confirió y, en especial, de nuestro talento en la interpre­tación de ideas [1], capacidad propia del intelecto huma­no. Más aun; es probable que éste haya sido diseñado por Él, sobre todo, para que entremos en contacto con su Naturaleza espiritual, de modo semejante a como una buena madre se cerciora de que su hijo, al salir de excursión, lleva el móvil encima. Francisca Javiera del Valle [2] describía su propia experiencia cuando afirmaba que el Espíritu Santo enseña "por medio de una luz cla­ra y hermosa que Él pone en el entendimiento" [3].
Es importante hacer notar que Dios no suele re­currir a voces que puedan percibir los oídos. La expli­cación es evidente: este modo de comunicarse con sus criaturas, tan claro e inequívoco, nos obligaría más. Y si se desobedeciera, se ensombrecería nuestra conciencia, lo que es poco recomendable.
Basta acordarse de alguien tan piadoso como el an­ciano Zacarías. Su resistencia a creer lo que se le anun­ciaba durante una aparición, y la medicina administra­da en el tratamiento de su alma herida: "Desde ahora, pues, te quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no has creído en mis palabras, que se cumplirán a su tiempo. El pueblo estaba esperando a Zacarías, y se extrañaba de su de­mora en el Templo. Cuando salió no podía hablarles, y comprendieron que había tenido una visión. El intenta­ba explicarse por señas, y permaneció mudo" [4]. Zacarías no recupera la voz hasta que, nueve meses más tarde, realiza un acto público de confianza en lo que Dios le comunicaba: "Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: Juan es su nombre. Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el ha­bla, se soltó su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios" [5].
Su Divina Majestad no utilizará voces o apariciones de ángeles, a menos que nos vea preparados para esta responsabilidad. Ese sistema de comunicación forzaría tanto la libertad humana, tensaría de tal modo nuestra capacidad de obedecer, que es posible que acarrease más inconvenientes que beneficios.
Un matiz: que Dios no acostumbre a comprometer­nos con visiones de ángeles, no significa que renuncie a criaturas tan perfectas para sus relaciones privadas con los hombres. Al contrario, es uno de sus cauces ordina­rios.
Otra distinción más sutil, pero no por eso menos importante: es muy poco frecuente que nos transmita, en terminología clásica, locuciones sobrenaturales. San
Juan de la Cruz las define como "aquellas palabras in­teriores, distintas y formales que el espíritu recibe, no de sí mismo, sino de otro, unas veces estando recogido, y otras no" [6]. Conviene ser muy cauto antes de admitir con seguridad que Dios me habla de este modo. Es pre­ferible desconfiar, hasta que se haya constatado, incluso repetidamente, que producen buenos frutos o anticipan acontecimientos verdaderos que resulten útiles para ha­cer el bien. De lo contrario, puede que en mi interior esté componiendo frases más o menos redondas, que nada tienen que ver con aquel tipo de comunicación divina.
Lógicamente, el Señor se relaciona con sus criatu­ras como mejor le parece, también con palabras que se presenten en nuestro intelecto con nitidez y desligadas de sonidos. Pero no suele ser un medio habitual. No es su "idioma". Del mismo modo que las apariciones se reser­van a unos pocos, la transmisión de una idea concreta, utilizando palabras de una lengua es una condescenden­cia con las facultades humanas que Dios suele destinar a sus más íntimos. "El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo" [7], se describe en el Antiguo Testamento acerca de la oración del Patriarca. También se ha dirigido así a otros que disfrutaron de mucha intimidad divina. San Josemaría Escrivá perci­bió claramente estas palabras: Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum (cuando sea exaltado en las actividades humanas, lo atraeré todo hacia Mí) [8].
Entonces, ¿cómo se dirige a los hombres habitual­mente? Con pensamientos. Dicho de otro modo, Dios regala sus "ideas" a cualquiera que desee hablarle y sepa distinguirlas entre el mar turbulento de las reflexiones humanas. Recordemos lo que dijo el apóstol san Juan cuando intentó enseñar la práctica de la oración: "Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorar en espíritu y en verdad" [9]. El discípulo amado del Señor nos da la pauta de cómo le gusta al Padre ser tratado: en espíritu. Admite las palabras interiores y otros hábitos propios de la mente, pero le agrada más que nos dirijamos a Él en su modo acostumbrado: en espíritu. Tal vez porque está al corriente de la facilidad del hombre para "decir" y no hacer. Porque conoce nuestra tendencia a ignorar las disposiciones reales de la voluntad, que detecta de modo continuo y preciso. Y también, quizá, porque la transformación de ideas en vocablos recogidos en los diccionarios es una actividad del todo humana y, por tanto, expuesta constantemente a los errores del inter­prete que "traduce".


   Nos resulta extraño restar importancia al léxico. Sin embargo, es una batalla que no pertenece solo a los cris­tianos del siglo XXI. San Pablo decía a los corintios, en su particular escuela de oración de diálogo: "Si rezo en len­guas, mi espíritu reza, pero mi mente queda sin fruto" [10]. Se refería a los que adoraban en dialectos inspirados des­de lo Alto y, a menudo, desconocidos para todos, incluido el orante. Pero también al error de olvidar el papel decisi­vo de la mente, como parte esencial del contacto divino. En otras palabras: el Creador aprecia el esfuerzo del que intenta relacionarse con Él en su idioma, el de los pensa­mientos, y lo premia. No queda "sin fruto".
Es evidente, que nada hay en contra de la plegaria vocal. En absoluto. El Señor compuso el Padrenuestro con el fin de enseñar a sus discípulos a rezar. Aun así, in­cluso en ese modo de dirigirme a Dios, no oro para ma­nifestarle algo que Él desconozca y que deseo, sino bus­cando avivar el impulso de mi mente, y la de los otros hombres, hacia el Creador. Por este motivo, según santo Tomás de Aquino, "en la oración privada hemos de usar de tales palabras y signos en la medida en que sean pro­vechosos para excitar interiormente el espíritu. Pero si nuestra alma se distrae por este camino, o de cualquier modo se siente impedida, habrá que prescindir de tales recursos [11].
La oración de la mente o del corazón es muy su­perior a la vocal porque, si exceptuamos algunos actos como la entrega o el sacrificio, utiliza el medio más ín­timo e intenso del que disponemos los hombres para amar: el diálogo.
Cierto que a veces es difícil percibir las ideas di­vinas, y que el alma parece que necesita, en algunos momentos, como cerrar sus oídos a intervenciones ex­teriores y así transmitir sus sentimientos de gratitud o aflicción con rezos ya compuestos. Pocas cosas son tan aconsejables. Pero, en líneas generales, el diálogo con el Señor resulta lo más ventajoso.
Cualquiera que se haya ejercitado en ella como debe, aprecia lo rápidamente que le reporta una viva cercanía de Dios e inconfundibles avances en las virtu­des. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado [12], dijo Jesús a los que le atendían, poco antes de animarles a retener esta doctrina que hemos explicado sobre escuchar al Creador: Si permanecéis en Mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. Además, durante la conversación con Poncio Pilato, estableció una especie de rango superior para los que se esforzaran en percibir lo que el Cielo en­vía a la propia mente: Todo el que es de la verdad, escucha mi voz [13].
Es lógico que este modo de dirigirse a Él sea tan eficaz: ¿a quién no le agrada ser entendido cuando se expresa? A Dios también. A cualquiera le gusta que con­testen a sus preguntas o que no rompan, sin motivo jus­tificado, el hilo de la propia exposición; de igual modo al Señor.
Por otra parte, cuántas veces hemos experimenta­do el desconcierto que provocan algunas personas que parecen iniciar una conversación de tono amable, y te acaban endosando un discurso preparado, en el que re­sulta inútil cualquier intento de participar. El Hijo es in­mensamente apacible, es verdad, pero este pretexto no parece haber servido a Simón, el fariseo, cuando Jesús le reprochó sus numerosas faltas de cordialidad como anfitrión [14].
Sabemos que Dios ama a quien le pide, sin embargo a nadie se le escapa que, hasta en las relaciones huma­nas, se demuestra mucha más cortesía y desinterés con una atención despierta y obediente, que con cualquier súplica de favores. Para Jesús es encantadora la actitud de la persona receptiva que espera en silencio la orden de su amo, la opinión de un invitado o el deseo de un amigo: Lo sembrado en buena tierra es el que oye la pala­bra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el se­senta, o el treinta [15]. Al Señor, tanto por su naturaleza hu­mana como por la divina, le atrae lo que suele cautivar a la mayoría: la escucha respetuosa, el intento de ofrecer un servicio, de divertir o de agradar, aunque no se logre ese objetivo, porque "Dios ama al que da con alegría" [16].
Durante un desplazamiento en tren me encontré a la esposa de un catedrático de universidad, amigo mío. Regresaba de un viaje turístico. Me extrañó que no fuera acompañada por su marido y le pregunté por el motivo, asumiendo riesgos evidentes. "Porque pago la mitad y me divierto el doble", contestó con clara intención de di­vertir y de suavizar mi imprudencia. "Y le llevo al único que se alegra de verle: al perro", ironizó, mientras seña­laba a un jadeante bretón recostado bajo su asiento. La charla se centró en su frágil entorno familiar: "Mi mari­do está en la universidad a jornada completa, y regresa muy tarde del trabajo. Cena sin apenas dirigirme la pa­labra. Mis hijos estudian en un internado. Acuden a casa durante el fin de semana. Pero pasan casi todo el tiempo con sus amigos. Solo me hablan para pedir la comida o reprocharme algún error. Como puedes suponer, me resulta difícil viajar acompañada. Aun así, opinamos sin excepción que hay uno maravilloso en la casa: el perro. Es adorable. No se queja nunca, y cada vez que alguien abre la puerta, agita todo el cuerpo para manifestar su alegría, y se abalanza hacia nosotros sobre sus patas tra­seras como si intentara darnos un beso". Me quedé muy sorprendido. El animalito le había ganado la partida a todo un catedrático, con sus concienzudos estudios. Los que deberían conquistar el afecto ajeno, sucumbieron ante un efusivo movimiento de rabo.
Repitamos las palabras de san Pablo: "Dios ama al que da con alegría", en especial, si le dan a Él y, sobre todo, si se le atiende cuando la vida dificulta esa escucha amorosa. San Josemaría Escrivá era especialista en la oración de la gente con poco tiempo libre. Y daba impor­tancia capital a estas ideas que se reciben desprovistas de palabras: "Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones" [17]. Es aconseja­ble fijar la atención en ese pensamiento desligado del lenguaje, para distinguir con exactitud lo que Dios nos dice. En seguida, descifrar todos sus matices y, enton­ces, cuando resulte preciso, traducirlos a nuestro idio­ma, o simplemente ponerlos en práctica si el Espíritu Santo nos sugiere esto.
Jesús aseguró esta manera de comunicarse con sus apóstoles, en los instantes en que atravesaran situacio­nes delicadas: Cuando os conduzcan para entregaros, no os preocupéis por lo que debéis decir; más bien tenéis que decir lo que en aquel momento se os comunique. Pues no sois vosotros los que vais a hablar, sino el Espíritu Santo [18].
Esa promesa no ha perdido vigencia; al contrario. Es como si la premura por extender el Reino de los Cielos hubiera ampliado el radio de acción a cuantas personas le busquen, viéndose todas ellas asistidas en las circunstancias más variadas. El 23 de abril de 1915, el papa Pablo VI nombró arzobispo coadjutor de Saigón al sacerdote vietnamita Nguyen van Thuan. El régimen comunista le encarceló durante trece años, nueve de ellos incomunicado. La sentencia dictaminaba arresto porque su designación era considerada fruto de un com­plot del Vaticano y de algunos gobiernos imperialistas.
En su aislamiento, estuvo sometido a la vigilancia de cinco centinelas. Por turnos, dos de estos estaban siempre con él. Los jefes les habían dicho: "Os sustitui­remos cada dos semanas por otro grupo, para que ese peligroso obispo no os contamine". Después decidieron: "Ya no os cambiaremos, porque si no, este obispo conta­minará a todos los policías". Al principio, los guardias, no hablaban con él. Se limitaban a contestar "sí" o "no".

   "Era realmente triste —relata van Thuan en sus apuntes—: pretendía ser afable y cortés con ellos, pero resultaba imposible. Evitaban toda conversación. Una noche, me vino un pensamiento que traduje en estos términos: Francisco, tú todavía eres muy rico; tienes el amor de Cristo en el corazón. Ámalos como Jesús te ha amado. A la mañana siguiente, empecé a querer­los más aún, a amar a Jesús en ellos, sonriendo, diri­giéndoles palabras amables. Les conté historias de mis viajes, de cómo viven los pueblos en América, Canadá, Japón, Filipinas., sobre la economía, la libertad, la tecnología. Esto estimuló su curiosidad y los impulsó a hacerme muchísimas preguntas. Poco a poco nos hi­cimos amigos. Quisieron aprender lenguas extranjeras: inglés, francés,... ¡Mis guardias se convirtieron en mis alumnos!" [19].
    Recibir un pensamiento de origen divino, puede ser la clave que explique una situación o que resuelva un problema que nos atenaza. Que siga procediendo del Altísimo o que pase a ser de nuestra cosecha dependerá de mi habilidad para transformarlo en las palabras ade­cuadas.

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1 Con el término "ideas" englobamos con poca precisión cuantos actos pue­de ejecutar nuestro entendimiento, como veremos más adelante: la simple aprehensión de algo, intenciones, pensamientos, juicios, etc. Quedan aparte las imaginación y la memoria sensitiva (S. TOMÁS DE A., S. Th., I, q. 79, a. 10, r. 3).
2 (1856-1930) Una humilde campesina que trabajó como costurera en el Colegio que la Compañía de Jesús tenía en Carrión. Alcanzó las cumbres más altas de la espiritualidad mediante una vida sencilla, llena de ocupaciones.
3 FRANCISCA JAVIERA DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, Rialp, Madrid 1954, p. 69.
4 Lc 1, 13-20.
5 Lc 1, 62-64.
6 Subida del Monte Carmelo, c. 28, n. 2, p. 667.
7 Ex 33, 11.
8 VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, I, Rialp, Madrid 1997, p. 381.
9 Jn 4, 24.
10 1Co 14, 14. El don de lenguas es la facultad sobrenatural de orar o de cantar las alabanzas de Dios con entusiasmo, con palabras desconocidas que con frecuencia requerían la intervención de un intérprete. Aunque S. Pablo se refería a este carisma, su enseñanza va más allá al tratar de que sus oyentes dieran prioridad a los actos interiores, por medio de los cuales Dios alimenta al alma.
11 S. TOMÁS DE A., S. Th., II-II, q. 83, a. 12.
12 Jn 15, 3.
13 Jn 13, 37.
14 Lc 7, 44.
15 Mt 13, 23.
16 2 Co 9, 7.
17 Amigos de Dios, n. 253, 29a ed. Rialp, Madrid 2002, p. 361.
18 Mc 13, 11.
19 Testigos de Esperanza, 4a ed. Ciudad Nueva, Madrid 2000, p. 87.

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