DISCERNIR: SABER SI HABLA DIOS, EL DIABLO O YO MISMO - ORACIÓN PODEROSA: LA ORACIÓN MENTAL, OÍR A DIOS

Oración de la mañana y oración de la noche para oír a Dios con seguridad mediante el recogimiento y la confianza en la Divina Misericordia. Francisco José Crespo Giner, numerario del Opus Dei.

DISCERNIR: SABER SI HABLA DIOS, EL DIABLO O YO MISMO

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       Un sistema para reconocer estas comunicaciones silenciosas, muy utilizado por las almas ejercitadas, se basa en que el Altísimo habla en la paz. La paz esté con vosotros...[1] decía a los suyos nuestro Señor en los mo­mentos posteriores a cada aparición, o antes de formar a sus futuros discípulos [2]. No se trataba de un simple saludo, ni de un efluvio relajante que solo requiriese de la iniciativa divina. El uso tan habitual en boca del Salvador añadía cierto grado de exigencia, de coopera­ción activa de sus interlocutores. En ocasiones, incluso lo repetía de nuevo, después de haberles expuesto parte del mensaje que iba a transmitir, quizá por notar una preparación insuficiente en sus almas:
           —La paz esté con vosotros.
           Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les re­pitió:
           —La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.
           Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
           —Recibid el Espíritu Santo [3].

 Existen muchas razones que inducen a pensar que el hombre sin paz está, en cierta medida, inhabilitado para oír la voz de Dios y seguir su llamamiento. "Por eso el Espíritu Santo no habita donde no hay paz, porque este Divino Consolador, que siempre está en aptitud de obrar, al ver al alma sin disposición, se retira, y contris­tado, calla" [4].

 No cabe duda de que, si alguna idea recibida en el diálogo con Dios nos transmite calma, lleva el sello del Cielo: La paz os dejo, mi paz os doy [5]. Aún así, el sosiego no se puede utilizar como herramienta universal infa­lible para distinguir la voz del Altísimo. Ni siquiera es útil a lo largo de toda la vida, porque nuestro espíritu se ve sometido a múltiples periodos de prueba y oscu­ridad que nos atenazan con más o menos fuerza. No olvidemos las frecuentes inquietudes que genera cual­quier actividad física o mental, y que tanto confunden al calificar con exactitud si disfrutamos de paz interior. Además, estamos muy habituados a llamar alegría y pla­cidez al éxito humano o a la ausencia de problemas, y nada de eso tiene que ver con la serenidad sobrenatural. La práctica demuestra que podemos dialogar en la ora­ción rodeados de dificultades, y no percibir claramente esta paz, tal vez porque supone un premio que no siem­pre merecemos.

 Hay personas con poca formación que solo atribu­yen a Dios las comunicaciones que les producen ardor de corazón, fervor espiritual o placer en el sentimien­to. Estos regalos son de origen evangélico y manifiestan la amplitud de recursos divinos para atraernos al bien. Cuando los discípulos de Emaús se encontraron con aquel desconocido que no había oído hablar de lo que sucedió durante la Pasión de Jesús, pasaron de un esta­do de tristeza a notar ese entusiasmo desbordante. El extraño personaje les interpretaba todas las Escrituras en lo que se refería al Mesías, empezando por Moisés y por todos los Profetas. "Llegaron cerca de la aldea a don­de iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole: Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día. Y entró para que­darse con ellos. Y estando juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrie­ron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno al otro: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?" [6].

 Es una pena que no se nos detalle el sistema que utilizaron, desde ese momento, para discernir los men­sajes interiores de Jesús sin el entusiasmo que sintieron aquel día. Hubiera sido de gran ayuda, porque lo común es que la satisfacción sobrenatural se muestre muy hui­diza.

 Por fortuna, el Creador sigue hablando con noso­tros en ese estado más bien penoso, permitido para pro­bar si le somos fieles. De ahí que el ardor de corazón no sea tampoco un buen signo específico de sus comunica­ciones: durante el diálogo con Él, tan de Dios es la inspi­ración que nos provoca placer, como la que nos abruma con la carga que nos depara.

Entonces, ¿existen criterios útiles en cualquier cir­cunstancia? Trataremos de explicar algunos que han dado buen resultado. Una comunicación divina se pue­de distinguir de entre las nuestras o de otros espíritus, siempre que sigamos tres prudentes pasos que conviene retener, y un consejo. Por abreviar, llamaremos a los cuatro "condiciones de certeza":

1. Recogimiento del intelecto: calmar confiadamente las pasiones, en especial cuatro, recurriendo a la Misericordia de Dios.


Como es lógico, dichas recomendaciones no pre­tenden ser las únicas eficaces, ni constituyen un método de oración. Son, más bien, cuatro características que conviene que reúna cualquier sistema utilizado al dia­logar con el Señor para que le oigamos con éxito. En otras palabras: si, por ejemplo, ignoráramos la primera condición de certeza prescindiendo de un recogimiento mínimo que delimitaremos, entonces, salvo que medie la ayuda de una gracia extraordinaria, puede ser arries­gado asegurar que provienen de Dios los pensamientos que advirtamos durante la oración, en las innumerables modalidades de esta última [7]. En cambio, como veremos después, si esas cuatro sugerencias se aplican de modo correcto, los mensajes se vuelven seguros y fiables.


Por motivos didácticos te ruego, querido lector, que examines despacio las condiciones de certeza que se desarrollan a continuación, detengas con frecuencia tu lectura y dirijas al Señor breves preguntas y muy concretas. Conduciéndote así, con estas paradas, es probable que enseguida percibas con nitidez la voz de Dios, algo que a menudo otros apenas distinguen en toda una vida.

Página sugerida a continuación: Desear la voluntad de Dios, comprobando nuestra sinceridad ante las distintas posibilidades que se presentan

1 Lc 24, 36; Jn 20, 19; Jn 20, 26.
2 Mt 10, 13; Mc 9, 50; Lc 7, 50; Lc 8, 50; Lc 10, 6; Jn 14, 27; Jn 16, 33; 1 Co 7, 15.
3 Jn 20, 19.
4 FRANCISCA J. DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, Rialp, Madrid 1954, p. 53.
5 Jn 14, 27.
6 Lc 24, 27-32.
7 "Hay muchas, infinitas maneras de orar" (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 243, 29ª ed. Rialp,
Madrid 2002, p. 350).

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